jueves, 24 de diciembre de 2009

Elogio del desierto.


Cuando J.S.M me puso el libro de Julio Martínez Mesanza y José del Río Mons, Elogio del desierto (Anejos de Siltolá, 2009), entre las manos, rápidamente me acordé de una novela de Pablo D´ors que se titula El amigo del desierto (Anagrama, 2009).
Cuando me puso el libro entre las manos, decía, recordó uno aquellas delicias que las monjas de Madre de Dios, en Sanlúcar, fabrican cada navidad. Era mi abuelo Cristóbal quien me ponía, cuidadosamente, entre mis manos menudas, aquellos exquisitos y singulares manjares con que cada año volvía sonriendo para dárselos a mi madre.
Esa sensación de libro horneado, hacinado con esmero, con páginas que requieren de la atención no sólo en la calidad de los poemas y fotografías (excelentes ambos) sino en el trabajo artesanal de la edición, hacía tiempo que no me producía tanto placer.
Elogio del desierto es un libro que combina la fotografía de José del Río Mons y los versos de Julio Martínez Mesanza en un pacto de idolatría. Es un libro recoleto, que contiene doce poemas y doce fotografías, pero que condensa las sensaciones con templanza y compostura (con mensanza y monspostura). Tanto una labor como otra tienen al desierto como tema nuclear. A partir de él, de su fisonomía, de la displicencia ante el espíritu, de su anchurosa disposición inabarcable, los dos artistas han combinado sus creaciones para que establezcan un diálogo al amparo de las tierras inexploradas. La poesía pertenece a aquellos ángulos del desierto en que nunca nadie ha visto nada, en que sólo cabe explorar el siencio de la imagen.
Ello ha desembocado en un Elogio del desierto que, unido a la sobresaliente edición en Siltolá, hace posible la catarsis arenosa de esta tierra africana.
Hace más de un año tuve la ocasión de estar en el pre-desierto, en un pueblo marroquí llamado Kenifra. Estaba por motivos familiares, pero no desaproveché la circunstancia para atar las sensaciones y las vivencias a esta manía escrituraria; de esta forma, dejé algunas pa´ginas en mi moleskine que acabo de leer igualmente. Recuerdo que la nebulosa que provocan las tormentas recordaban las ruinas de una torre inhabitada, de esas torres que Martínez Mesanza edifica allí donde la tierra es el olvido. Por otro lado, los colores, la disposición movible y candescente de las arenas venían a ser fogonazos e ilustraciones de la invisibilidad. Porque en el desierto lo invisible es la vida.
Así que, esta mañana, terminé de leer Elogio del desierto con la grata sensación con la que acababa aquellos dulces de convento, con las manos llenas y repletas de aromas y sabores. Con la portada del libro colocada en vertical, releí algunas páginas que tenía subrayadas de El amigo del desierto, de Pablo D´ors. Al terminarlas, vi los libros complementarios, porque el elogio se vuelve amistad, la reflexión poesía y el cielo protector la luz de las fotos que embriagan. Y, sobre todo, entendí que es allí, en aquella tierra paramera, donde quisiera habitar en estos días de encrespada euforia colectiva.


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Para colmo aparece citado Jules Renard en Troppo vero. Después del capítulo en que se encuentra con un chamarilero que posee primeras ediciones de Alberti o de Borges, A.T. se vuelve hacia Pedro Luis de Gálvez y a Jules Renard. Y los equipara en la mezquindad de sus vidas. En los comportamientos tántricos y egoístas, desprovistos de cualquier afecto social. Recuerda el episodio en que Gálvez iba por las tabernas con el cuerpo muerto de su hijo, metido en un ataúd. Pedía dinero para su entierro.
Luego cita unas palabras de Renard y lo equipara a un majareta de medio pelo que hizo todo lo posible por negar la vida para afirmarse a sí mismo. Creo que Trapiello ha leído poco a Renard, a pesar de que cite a Pla (uno de sus escritores preferidos) y de que deje algunas reflexiones. Sigo pensando que lo ha leído poco, acaso un par de ocurrencias que dejó en sus Diarios, poco más. A Trapiello se le nota demasiado cuando habla con total conocimiento sobre un libro o un autor de la misma manera que se obceca en algunas interpretaciones vituperadas, digámoslo, por la falta de profundidad y de conocimiento. Suele ocurrirles a algunos magníficos escritores, a todos en realidad. Cuando hablan con la brillantez de su verbo no hay nadie que lo haga a su altura, pero cuando entran en equívocos o en afirmaciones que pueden matizarse, y mucho, se les nota a la legua que la escritura no brota con tanta lucidez. Me sucede con Neruda, por ejemplo.
Y es que no se puede haber leído todo con tanto tino. Sin embargo, estos pasajes me parecen más verdaderos que ninguno, ya que se muestra la vida en crudo, la vida con sus equívocos, sus contradicciones y sus manías, con sus verosímiles desencuentros y sus astilladas falatas.
Dice Jules Renard que un hombre verdaderamente libre es sólo el que sabe rechazar una invitación a una cena sin dar explicaciones. Así que no sé cómo nombrar al que las pide de antemano. ¿Un pájaro sin nido, una torre en el desierto?


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La poesía dijo, al comienzo, las cualidades del pensamiento. Y ahora…

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