lunes, 21 de diciembre de 2009

Dimezzato.

Cuando M. me relata sus lecturas en italiano de El vizconde demediado, de Calvino, soy consciente de que, en cuanto termine con su exposición entusiasta, me quedaré pensativo y preparado para escribir al hilo de lo narrado, porque ella no sabe que me considero un demediado a todas luces y que ninguna condición es mejor y más provechosa para escribir que la demediada.
Esa condición humana demediada es una metáfora de la realidad que deviene de nuestra propia naturaleza; una realidad que soporta una interpretación al amparo de una vida medianera, como esos pozos en las casas de vecinos que se situaban justo en la medianía de las fincas. En esa condición encuentra uno las argucias de la vida, las ve con privilegio, porque se contempla uno mismo como un espíritu dual. Con más claridad, como una mañana serena y rutinaria con el cielo desahogado y diáfano.
Como una flor que comienza su consciencia desde el tallo sin tener en cuenta sus frutos, como esa rama que asoma entre las extremidades y los sarmientos del campo, como este día lleno de luz que sucumbe a la noche, como estos días en que uno arroja su maledicencia para no provocar más sarpullidos ni más desavenencias familiares, son las páginas que relata Calvino. Creo que fue Pessoa quien estaba obsesionado con el tema del fingimiento, obsesionado y dotado para dar respuesta con la literatura a esa valoración de la vida, de su vida. El fingimiento es la efectiva renuncia a la realidad y sus verdades, a la vida con todas sus aristas. Porque si uno llega a equiparar lo que nunca sucedió con lo que pudo haber sucedido, está creando arte. Por este motivo, siempre afirmo que quien sea capaz de hacer verosímil el pasado que nunca fue está creando una nueva realidad y, al tiempo, relegando la verdad a una posible secuencia literaria. Por tanto, equiparando la vida a la literatura.

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Continúa uno con las páginas de Trapiello, sin descanso y sin fatiga que lo detengan. No desfallece ni el ritmo, ni la vocación lírica de muchas de sus páginas. Antes al contrario, se alza la escritura con la impronta de la verosimilitud a cada paso de este salón. Unas olas que renuevan su empuje parecen, por momentos, estos textos reunidos. Escritura limpia, repleta de giros antiguos, del tempo adecuado.
Hoy he pensado en esa forma de vida, en esa extraña forma de vida que mantienen los escritores de diarios o novelas en marcha. Será que cuando una palabra o un hecho son vislumbrados para incorporarlos a la ficción, sabe uno de estas previsiones literarias. Porque para dejarlas en la memoria, decía, las visiones, ha de estar uno demasiado acostumbrado a convivir con la literatura. Así que me imagino al señor A.T. demediado, envirotado cada tarde por no escribir marros que lo conduzcan al silencio.
Asiste uno como un testigo a tal o cual rifirrafe, a esta o aquella secuencia en que son narrados los pleitos de su autor. Lo mismo da cuando la literatura emana embebida en las palabras que hacen de ella no un ejercicio ni una exploración, sino limpia savia del árbol talado.

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Hace unos días un amigo me dijo que era esclavo de mis obsesiones. Sin lugar a dudas, su diagnóstico es certero en tanto que mis obsesiones se delatan en cada uno de estos textos. Sin embargo, al principio me quedé confuso y pensé que se estaba refiriendo a la poca versatilidad de las páginas de este cuaderno. Mis obsesiones provienen de las lecturas y mi escritura es el desembarco de las mismas. En este sentido, las contemplo como los coleccionistas de figuras. Una a una forman esos ejércitos que reposan sobre la mesa sin que nunca nadie las retire ni un milímetro. Esas obsesiones que resuenan desde que comencé a escribir en este diario, esta escritura comprometida con alguien que no soy yo. Arrepentirme de ellas sería desprenderme de las pocas páginas que llevo escritas; negarlas, renunciar al trabajo que me es irrevocable.
Repasando la obra de algunos autores que uno admira con tesón, observo que los temas han sido siempre los mismos y que esas obsesiones sólo han ido tomando distintas formas a lo largo de las producciones literarias. Creo que, a lo mejor, lo que debe hacer uno, de vez en cuando, es imprimir una pátina que las transforme y las sitúe en otra forma literaria, para que sólo sean intuidas, para que no se muestren las costuras que las sustentan. Pero las obsesiones son las que son y con ellas he de admitir mi vanagloria o mi fracaso.
No dudo ni un momento en que estas páginas son, con Ribeyro, la tentación de un fracaso, pero un fracaso que he inoculado y que impulsa el encuentro con las palabras que determinan cómo quedará dicha la vida, esa obsesión que nunca nos abandona.

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