lunes, 14 de diciembre de 2009

Bora.


Esta foto fue tomada desde un soportal de la Piazza della Unitá d´Italia. A pesar de la lluvia y del cielo concomitando junto al mar Adriático, la plaza es un bostezo de gris paladar. Es el rictus de la bora, de aquella manifestación inmediata del aire enfurecido y de la lluvia como una plañidera. Ese día estuvimos buscando el Café San Marcos, el lugar con el que Claudio Magris comienza Microcosmos y del que tenía noticias de más de un autor que admiramos. Es una costumbre, por otro lado, visitar los cafés que siempre se reseñan cuando hablamos de escritores de este o aquel país. Qué si no hicimos en París las últimas veces que estuvimos deambulando por los bulevares. La imagen de aquel Borges en el Deux Magots palpita y percute mi sonrisa a cada paso de los años.
Durante el viaje en avión había leído la semblanza que Magris desarrolló en Trieste (Pre-textos) y, de vez en cuando, picoteaba en Microcosmos. Terminé de leerlo en el tren que nos llevó hasta Trieste. Era un tren de anochecidas, solitario, cargado de dos o tres trotamundos que nos preguntaron por algún tipo de alojamiento en aquella ciudad de encrucijadas. Aún recuerdo que uno de ellos comenzó a leer en voz alta una elegía de Rilke, al menos eso pude entrever cuando alzaba la mano y se podía atisbar la portada del libro. El otro, al escuchar los versos, cerraba los ojos como quien espera una caricia sinuosa o quien medita la situación. Tenía una barba cortada a dentelladas. Su pelo estaba enroscado. Parecía cargado de mugre.
Cuando llegamos al hotel comenzó una tormenta de tal potencia que las luces del lugar se apagaron, incluidas las del alojamiento. Eso nos excitó y nos situó de principio en la mejor situación que puede definir a una ciudad como Trieste: la sospechosa manía del cambio.
Al cabo de unos días, comprendimos bien que ese era su estado natural. Una mutación que se precipita a diario, en forma de lluvia, en forma de viento con garras de humedad. Esta foto es un reflejo de una tarde en Trieste. La sorpresa, la estampa literaria, la cercanía al mar, su aspiración extraterritorial. Ahora que observo de nuevo la foto y que el tiempo ha proclamado sus estancias, la memoria ha sido justa con ella. En ella opera a la perfección la turba de sensaciones que prolifera por sus calles. Escritores de bronce, calles que conducen a plazas recoletas, una plaza en medio del mar desde donde se ve el Castillo de Duino, donde la mirada es un verso intraducible de un lector cualquiera, de un vagón de tren. Cruzamos la Plaza y suena Beethoven. Tocan un cuarteto de cuerdas. Uno de los músicos tiene la barba cortada a dentelladas y, cuando nos mira, no para de sonreír.


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Toda la tarde enfrascado con la Nueva gramática de la lengua española. Leo las nuevas aportaciones que se han incluido teniendo en cuenta la lengua hablada y escrita en Hispanoamérica y las aporataciones de todas las Academias. De pronto, leo algo referido al género, mal que bien, hago lo propio en cuanto a los grupos sintácticos; al rato termino enredado en la fonética y la fonología, escrita por Blecua.
Al leer uno este tipo de libros, estas gramáticas renovadas, parece estar catando un producto de gurmé; en otras ocasiones, le surge a uno el fervor de los cirujanos, porque la gramática es la carne viva que se disecciona. Degusta con ceremoniosa displicencia la nueva obra y la tomo como un acontecimiento necesario y útil para aligerar el óxido de la formación. Sin embargo, hoy he tenido esa redundante consecuencia de leer una gramática y escribir al amparo de la ficción. La diferencia está en el latido. Mientras en una falta, en otra desborda; mientras en una todo cuanto se dice deberá ser revisado con el tiempo, en otra su aspiración es obcecar las reglas gramaticales, por pura maravilla. En una la lengua es la sustancia indeleble, en otra, la lengua es cauce y ampliación.


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Se suman, a las páginas leídas de Trapiello, las de la nueva biografía de Unamuno publicada en Taurus. Este personaje nivolesco, este desencuentro de la fe y la razón encarnizadas, fue de talante promiscuo. Y esa virtud, junto a la piedra de Salamanca, es una de las vertientes que más me fascina del personaje. Aquel episodio con Millán Astray sólo es una consecuencia del carácter, pero una consecuencia ejemplar, digna, inaudita para estos tiempos de debilidad ideológica y migajas al pensamiento.

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