lunes, 19 de octubre de 2009

Nunca debí haber nacido.


Nunca debí haber nacido. Nunca debí haber llegado al mundo con este acharolado comportamiento que me exhibe en público. La mayoría de las veces no sé cómo debo actuar, no razono con la rapidez y la inteligencia suficientes como para actuar debidamente. Nunca debí haber nacido, pronuncio farfullando, o debí haberme reencarnado en otro elemento de la naturaleza, otra sustancia más inclinada a la soledad de los girasoles. Un girasol, por ejemplo, con su vida sublevada al astro, con su verde tallo y sus pétalos en manada arrodillados ante la luminosa clemencia del amanecer.
Escribe Diego de Torres Villaroel, en su Vida: “Mi vida, ni en su vida ni en muerte, merece más honras ni más epitafios que el olvido y el silencio”. Con olvido y silencio parece que procesionan mis delirios, mi proclive manía de desestimar el mundo. Un escritor no debe asumir este desasimiento del todo, porque acabará rayano en la curva de la sinrazón. Pero cuanta verdad se esconde en ese equívoco sentir del nefasto nacimiento.


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Recuerdo las páginas de Laurence Sterne que principian Tristam Shandy: “Ojalá mi padre y mi madre, o mejor dicho ambos, hubieran sido más conscientes...”. No conocemos el alcance de ninguna de nuestras acciones ni de nuestras palabras. No sabemos hasta dónde una palabra o un gesto perfora la conciencia de otro que lee, escucha o aprende. Sterne reclama un conocimiento que le pertenece aun siendo éste anterior a su nacimiento. El escritor Shandy narra desde el útero la vida que ha vivido y que está a punto de culminar. En cualquier caso, esa perspectiva prístina de una vida, debe ser la más indiciada para renacer entre los holgazanes gusanos que horadan ya nuestra tierra, esa parcela arenosa en la que descansaremos al resguardo del sol. Nunca la muerte fue tan distinta a un girasol.


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La ceja de la tarde con Vivaldi es un violín melancólico.


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La vida por de dentro. Lázaro narra su vida porque está pendiente de un caso y eso lo obliga a relatar con detalle las minucias de sus fortunas y adversidades. Pero, ¿no tenemos todos un caso que solventar? ¿No somos habitantes superficiales de este mundo, un deseo o un sueño extraviado? Siempre que leo las páginas del lazarillo pienso que, en puridad, Lázaro habla por la necesidad de la palabra, por las argucias que el verbo detonó en su conciencia. No narrarla es llevarla al olvido. Y en el olvido no saben igual las burlas y las veras.
Y Quevedo… llevó a Buscón, por la palabra, al centro de la parodia. Su padre, un barbero, o en el decir de Quevedo: “tundidor de mejillas y sastre de barbas”, “de buena cepa”; junto a su madre, una cristina nueva. ¿Qué hay de vida en esta obra? ¿No creó Quevedo un cuadro satírico de la rueda del mundo, del cotidiano vibrar de los hombres?
Creo que Lázaro y Buscón o Guzmán de Alfarache o Robinson Crusoe o Diego de Torres Villaroel o cualesquiera de los ficticios narradores o protagonistas de sus vidas, hubieran querido comenzar diciendo “Nunca debí haber nacido, pero ya que me obligaron, estoy obligado a nárralo”.
No es de extrañar que Montaigne colocara, al inicio de sus Ensayos la nota aclaratoria en la que venía a decirnos que la materia de su libro era él mismo.
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En versos de Sánchez Rosillo: "El amor, la belleza, el existir:/ este sueño que somos".
*Ilustración, "El árbol de la vida", de Klimt.

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