lunes, 14 de septiembre de 2009

Poemas a la noche, vértigos del verbo.

Entre los años de 1911 y 1912 se fecha la escritura de este poema de Rilke que tengo sobre la mesa. Está escrito en Duino. Ese nombre dispara toda una panoplia de recuerdos protéicos. El poema está recogido en esa excelente edición de Poemas a la noche y otra poesía postuma y dispersa de la editorial DVD con la traducción de Juan Andrés García Román.
Después de escribir este párrafo iniciático, detengo la escritura. Quisiera hacer algo parecido a aquel capítulo en que Cervantes dejó el relato cuando don Quijote y el Vizcaíno se daban unos palos ante el atónito mirar de los acompañantes.
Para poder ejecutar una distorisón de ese calibre hace falta más talento y más inteligencia. Me conformo con dilatar estas letras a medida que mascullo un verso que equivale al universo poético de Duino. Cada vez pienso con más ahínco que, en Duino, Rilke creó un reino, un reino de lo bello, en el que la poesía tiene ya instalada una zona vedada. Acercarse a ella, a su territorio, es como haber visitado a Hölderlin en la cada de Tubinga o haber mantenido una charla con Beethoven a espensas de su carácter. No basta recordarlo para convertirlo en literatura, ni siquiera escribirlo, como hago yo ahora. Hay que hacerlo literatura.
El poema sigue ahí, transparente, indecible. Cada vez que vuelvo a leerlo, sé de sus dimensiones inabarcables, pero aun así me atrevo a escudriñar entre sus posibles significados. Un poema, un solo poema, detiene el curso del día de un hombre que se encuentra con unas palabras ordenadas y las relee como quien repite un salmo o recuerda una melodía, sin asideros, sin soportes que aten o atenacen.
Pero ahora no basta recordar, todo debe alzarse desde cada existencia. Y leer se ha convertido en un ejercicio de la rareza. Ayer escribí que la extraña manía de leer es una generalidad del hombre, no una anécdota. Hoy, después de Rilke, escribir es la extrañeza, escribir es la rareza y la difícil tarea de narrar o describir o acaso seleccionar las palabras que nos dirán más allá de nosotros mismos.
Este poema es más que Rilke, indudablemente. Como más que Juan Ramón Jiménez (el único comparable al talento genial de los europeos) son sus versos. Más y en otro ser podríamos añadir. Y, pensñandolo bien, ¿no es la poesía la palabra del ser total y, por lo tanto, la que dice de nosotros una mísera parte, acaso nada?

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Escribió Pavese, el 12 de septiembre de 1940: “La vida práctica se desarrolla en el presente, la contemplativa, en el pasado. Acción y memoria”. Esta afirmación me parece una adecuada manifestación de qué es la literatura y qué es la vida. La vida se pierde en la acción inmediata sin contemplaciones; la literatura, al contemplar la vida se hace presente, acción.

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En el prólogo de un libro de poesía, de un poeta tomado por antiguo o según los posmodernos por poeta ortodoxo, leo unas palabras liminares escritas al alimón entre Alberto Blecua y Francisco Rico. Las palabras que me trastocan, a pesar de parecer una perugrollada, dicen lo siguiente: “quien desconoce la tradición desconoce la originalidad”.
Tomando esta perspectiva me atrevo a decir que este diagnóstico, a pesar de ser general y difuso, puede aplicarse al estado actual de la literatura. Octavio Paz lo expresó en otros términos, abogaba el mejicano por la tradición de la ruptura. Y esa tendencia cíclica y constante es un observatorio, el único balcón al mundo literario, que permite apreciar la fisonomía de las obras originales. Una obra original no es una obra ininteligible para el lector de su época, más bien es una obra incognoscible para el lector de su tiempo. Faltan escritores que hayan leído para poder propalar, por el magma de la escritura, el candor de la escritura cuyos fines broten de la literatura misma.

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