miércoles, 29 de julio de 2009

La musculatura de las ideas.

La creación es un ejercicio del pensamiento, una consecuencia, acaso una morada de sus tentáculos. La creación lleva a la comprensión, aunque ésta desborde cualquier perspectiva posible. En el vacuo panorama de estos tiempos, el afán de conocer es lo que mueve a los escritores.
La vida es la novela que contemplamos, desde luego. Una novela en marcha, work in progess, que sucede con todas las aromáticas sustancias del absurdo a ritmo narrativo. La vida es una narración inmensa, cuyo inicio nadie recuerda, cuyo final nadie percibe. Esa es la grandeza de la narratividad de la vida. Por eso, creo en la literatura que surge sin saber qué quiere nombrar, sin establecer un cauce de antemano para discurrir por él. Creo, sobre todo, en que el escritor debe deambular por esos parajes limítrofes entre la realidad y la ficción; páramos en que nadie establece relaciones rutinarias, sino en que cada vez que se acude a su llamada, la ficción convoca las más insospechadas maneras de escribir. Por este motivo leo a Cervantes como un autor kafkiano y a Kafka como si fuera Cervantes. El rigor imaginativo es similar en Proust y en Joyce: el tiempo es el atajo a la eternidad.

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Un señor francés llamado Ambroise-Paul-Toussaint-Jules nació en 1871. Ante todo fue poeta, pero mantuvo un ataque de grafomanía desde 1894 hasta los últimos días de su muerte. Eso le llevó a escribir 26.600 páginas que recogen desde un teorema a una disculpa pública, desde un aforismo hasta una anotación inconclusa.
El señor tenía veintitrés años cuando comenzó a escribir estos cuadernos y se llevó más de cincuenta años escribiéndolos a diario; desde las cuatro o las cinco de la mañana, durante tres o cuatro horas al día
. Con estas potentes palabras comenzó el profesor de Estética la lección. Era costumbre en él arrancar las lecciones con datos crípticos. Nos quedamos arremolinados y confundidos. Una vida escribiendo a diario. Un diario escrito durante una vida.
Después de un largo silencio, el avejentado profesor hubo de concluir la clase. Antes de lanzar sus últimas palabras, vimos que sostenía entre las manos uno de los tomos de la edición de la Pléiade. Lo acariciaba como si fuera un gato manso.
¿El registro de una mente o el registro de una vida?, espetó por último al público después de un silencio anestesiado. A partir de ese momento, todo el mundo debía escribir un pequeño ensayo sobre la cuestión.
Cuando acabé de contar esta anécdota a los escritores que tenía enfrente de mí, con el efecto de la ginebra quebrantando la razón, uno de ellos me miró buscando la parte de la estampa que no había relatado. Pensaba que el profesor había dejado el enigma resuelto, que había dado a sus alumnos la lección cerrada, que había culminado, el rotundo y calvo catedrático, con la solución a la pregunta o simplemente que yo sabía la respuesta pero prefería no hacerlo público, para agrandar las expectativas. Alguien miró al cielo, otro tomó un trago, alguno se encendió un cigarrillo, algún atrevido quiso fumar opio.
El café era el lugar idóneo para relatar batallas como estas, sucesos en los que nada se sabe al final, en los que la simple manía de relatarlos, de recontarlos, de cambiarlos a fuerza de memoria y recuerdo supone una satisfacción necesaria.
Después de todo estos años con esa pregunta en la cabeza, sólo atisbo a pensar que al igual que aquel escritor francés, hablar es decirme. La diferencia es rotunda, es cierto. Sus palabras quedarán en el gozoso aroma de los libros. Eterna secuencia. Mis palabras, en la resaca maltrecha de una tarde de café cualquiera. Olvidadiza. Ya desaparecida.

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Olvidadiza y desaparecida era la vida para Pessoa. Un trémulo sucedáneo de acontecimientos que poco valían para confirmar su existencia.
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Kertész sufre porque intenta abordar el problema del estilo en la literatura. Menciona, cómo no, a Flaubert. También a Thomas Mann. Después de rezagarse en las cuestiones más teóricas, nos dice que el estilo es la adaptación del individuo al objeto.
También es cierto que el escritor debe escribir para que lo entienda dios, por ejemplo. O para que no lo entienda nadie. Y en ese intento de escribrle a un demiurgo o a la nada en persona, quizás, a la larga, le estemos hablando a los hombres sobre lo que nunca atisbaron con toda la claridad de las visiones.

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