martes, 14 de julio de 2009

Conversación en la catedral.

Creo que los libros son los susurros de los oráculos. Los oráculos modernos son los escritores antiguos. En sus enseñanzas debemos extraer la luz de la actualidad que, en puridad, es lo perenne. Las páginas registran los ecos de un conocimiento nonato que se precipita sobre nuestro entendimiento. Gran parte de la genialidad de un escritor reside en su astucia como lector, por eso Borges se vanagloriaba de lo que había leído, porque sabía que en ello se jugaba mucho más que en la mayoría de sus páginas.
Hoy leo que la cavidad de Delfos era llamada delphýs, `matriz´. A su vez, estaba situada en una sima que los griegos denominaban stómios, un vocablo para designar `vágina´. No de otra forma entiendo la tierra labrada por las palabras de estos oráculos antiguos, como una insinuación, una vágina dadora de creación.
Un oráculo, es decir, un escritor, no debe caer en la carga moral sobre sus lectores, eso sería aceptar la realidad como algo dado, como algo totalmente cognoscible. Sería establecer una teoría filosófica cerrada y por lo tanto, rebatible a fin de cuentas. La literatura debe establecer un circuito, pero abierto y empedrado de salidas, de múltiples hilvanes, de contradicciones que sólo motiven el pensamiento, la lectura, la indagación de la ficción para alcanzar ese estado de alelada sensación que es la nulidad del tiempo.

***
Ocurrió cuando el insomnio se obcecaba con mis pupilas. Era imposible subyugarme al sueño. Hacía calor, la noche estaba cargada de imprevistos.
M. dormía sin reparos, suspirando en cada ventilación. Pero, de pronto, un ruido en el salón hizo que me levantara con cautela. Había sonado el ruido de un golpe en el suelo. El golpe de un libro en el suelo es inconfundible.
Con cautela, repito, me coloqué la camiseta y, descalzo, me acerqué a la biblioteca. La luz estaba encendida y se escuchaban las voces de dos hombres hablando. El acento francés era nítido. El humo de la pipa ya sofocaba mi nariz.
Mi corazón comenzó a bombear como un látigo desenfrenado. Me acerqué a la puerta y pude esconderme detrás de una mesa que está en la entrada. Desde allí los veía claramente: uno con unas enormes gafas de pasta marrón y una pipa. Otro, con unos enormes dientes que sobresalían de su blanca cara. Los dos habitaban aquel espacio como si siempre hubieran estado allí. Ambos tenían entre las manos unos libros. Se levantaban de vez e cuando y volvían a sentarse,como una coreografía premeditada.
No supe si debía presentarme ante aquellas apariciones en mi biblioteca o si dejar pasar las horas y esperar a que la razón fuera estableciéndose con el día. No pude dejar de escuchar lo que hablaban aquellos invasores de la noche. Sus conversaciones eran pausadas, meditabundas, con el sosiego que da la edad y la lectura otorgan. De vez en cuando escribían anotaciones en sus cuadernos. hablaban de diarios, de novelas, saltaban de un autor a otro, de kafka a Cervates, de Shakespeare a Thoms Mann. Recordé, entonces, que el día anterior había estado a la mesa con el ciego de Carver y que había dibujado una catedral en un papel.
A la mañana siguiente, comencé a inspeccionar la biblioteca en busca de una señal, de un símbolo. ¿Habrían cogido algún libro, pensé? Mientras daba vueltas como un loco, M. me preguntaba.
El ciego, la noche, los libros, aquella conversación que estuve escuchando largas horas sobre literatura. Yo, ficción, le dije a M. Y comenzó a reírse.
Kertész y Márai estuvieron aquí, anoche, conversando. Los vi claramente y los escuché.
M. sorprendida, sin dejar de reír, me dijo que anoche estuve todo el tiempo hablando en voz alta y que recitaba, como un rosario, unas palabras de una galera: “el ser humano siempre necesita dos imágenes simultáneas, la real y la imaginaria. Aunque ni la una es del todo real ni la otra imaginaria”.

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