martes, 16 de junio de 2009

En la escalera de Wittgenstein.

Cuando Nooteboom está a la busca de la tumba de Wittgenstein, un señor, que está podando un árbol, le advierte de que allí sólo van los japoneses porque toman al filósofo como un héroe budista. Ante estas palabras, el escritor neerlandés recorre palmo a palmo las tierras en las que está enterrado Wittgenstein alentado por la dimensión budista del encuentro. En su tumba hay unas hiedras que no encuentran asidero, que no crecen hacia ninguna parte porque no son capaces de agarrarse a nada o de que algo las conduzca.
Tomo, al leer este encuentro en Tumba de poetas y pensadores, la figura de esa hiedra como una magnífica manera de entender el Tractatus, ese apasionante andamiaje aritmético de la razón. Y, con estas cuitas, me apropio de los consejos que le da el podador de árboles a Nooteboom: “los japoneses vienen por lo de la escalera”.
Al final del Tractatus leo lo siguiente: “6.54 Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas- ha sido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella). Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo”. Y de pronto me imagino subido en una escalera hacia ninguna parte, hacia un altura horizontal tan profunda, tan secreta y deslum brante que sólo me entra ganas de gritar el silencio.

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Sólo después del uso de la escalera contemplamos el mundo. La escalera puede entenderse como una obra de arte que nos posibilita el acceso a otro entendimiento. A una mesnada difícil de apreciar in ictu oculi. Por eso os digo ahora: hay que meditar para comerse el corazón de una manzana.

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Al arrojar la escalera estamos desasidos del soporte, esto es, del artefacto artístico que, al fin, nos ha poseído. Y, en ese momento, con Pedro Salinas, todo es más claro. En la claridad no se puede nombrar el silencio.

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De luz vuelve este tercio.
Un solo rayo
alumbra mi memoria.
Y el umbral de esta tarde
tu rostro lo contiene.
En el verano vuelve
la voz de tu semilla.
Y nacen las mañanas muertas,
y viven los vencejos blancos.

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