lunes, 15 de junio de 2009

De pintura y poesía.

R. me dice que, de entre esos escritores que en algún momento tuvieron aspiraciones pictóricas, J. Hierro es uno de los más curiosos y singulares. Me fijo, cuando llego a casa, en la portada del libro que ayer estuve glosando, Guardados en la sombra, y leo que se trata de un óleo de Hierro titulado Menina de rostro borrado.
A continuación, indago entre las páginas del volumen que se refieren a la relación entre la literatura, la música y la pintura. Concretamente, en un pequeño ensayo titulado “Lo literario en la pintura”.
La narratividad de la pintura es el tema del ensayo. Achaca Hierro la sublevación de la pintura a la narración de acontecimientos en buena parte de su Historia. Contrapone el fenómeno de la pintura moderna como una suerte de giro hermenéutico, pero llevado a la pintura, al estudio de la pintura en sí. Al hilo de estas divagaciones (que en definitiva son acercamientos más o menos certeros) me acuerdo de un libro de Julián Gállego que me deslumbró en aquellos años en los que comprar en una librería de viejo suponía dejar de ir a tomar una cerveza. Me gastaba todo el dinero de la semana en libros, cualesquiera que fuese su disciplina, de Arte y de Filosofía, novelas, poesía, etc. Uno de los libros que guardo con mayor celo es Visión y símbolos en la pintura española del siglo de oro. Todavía recuerdo cómo entendí la profundidad de los bodegones barrocos y cómo, al llegar al Prado meses después, asentí como el convidado que ve su entierro.
Gállego aborda este asunto de la equivalencia entre Pintura y poesía a la que se refiere Hierro. No podemos olvidarnos del Ut pictura, poesis, de Horacio. A partir de Horacio rememora, con el hechizo de su erudición, otros tantos escritores que han reflexionado sobre este acercamiento entre las dos disciplinas. Me quedo con una idea que me parece muy ajustada a mi percepción del asunto: la pintura se ha visto obligada a emplear, cada vez más, abundantes explicaciones literarias (no como un emblema) para justificar la morfología del artefacto.

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Reger, el personaje de Maestros Antiguos, de Thomas Berhnard, va asiduamente a la sala Bordone, del Kunsthistorischesches Museum, a contemplar, desde el mismo ángulo, un cuadro de Tintoretto llamado El hombre de la barba blanca. Allí comienzan, diariamente, sus meditaciones filosóficas sobre el concepto de clásico, arte antiguo o sobre los asideros en los que el artista debe agarrarse para realizar su proyecto. Esto me lleva a pensar en Corazón tan blanco, de Javier Marías, y en aquel guardián de museo que lleva treinta años en la misma sala contemplando el mismo cuadro. Esa exasperación lo lleva a querer quemar el cuadro. No sé si es Ranz o Custardoy el que vive y relata esa situación, pero, desde luego, el momento es crucial.
Sé que Marías es un devoto lector de Berhnard y que esta escena en su narrativa no es gratuita. Es un guiño a un antiguo maestro y , sobre todo, a una manera profunda de acercarnos a los lectores la encrucijada de la cotidianidad. Profunda, mansamente peligrosa.

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La última parada en este fondeo pictórico-literario es Mario Praz. Mnemosyne, El paralelismo entre la literatura y las artes visuales, es un magnífico ejemplo de comparatismo interdisciplinar. Y, con la convicción de que el tiempo en el hombre tiene más de espacio que de otra cosa, me voy a un capítulo titulado, precisamente, "Interpretación espacial y temporal". Joyce, Kakfa, Musil, Eliot, Broch acuciados por los mismos problemas que Braque, Picasso, Le Corbusier. Me quedo con la mirada fija sobre una ilustración, La calle entra en la casa, de Umberto Boccioni. Y, de inmediato, me siento como Reger, apoltronado sobre un ángulo repetitivo. Meditabundo. Extasiado por la complejidad del espacio y por la semblanza literaria del tiempo en el espacio. Como el vigilante del Prado, me levanto de la silla con el fuego en las manos, pero con el fuego de la razón, de una razón domada.

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