martes, 30 de junio de 2009

Si mi biblioteca ardiera esta noche que fuera en silencio.

El título de A. Huxley es un mal sueño, Si mi biblioteca ardiera esta noche (Edhasa), pero sus páginas son como frutos caídos por la madurez. Atienden el escritor a muchos aspectos de la creación, no sólo literaria. En esos recovecos de la reflexión, se siente uno como en un pliegue interminable, cargado de lucidez y tino. Con el tiempo, este tipo de libro que no pretende ser un libro, me suscita más interés que otro cualquiera. En ellos los autores se dejan llevar por su verdaderas manías del relato, del acontecimiento verbal. No están sujetos a ninguna convención y, a pesar de que parezcan menos elaborados, encuentro en ellos más estilo y transparencia que en ningún otro. Hablo de los ensayos que se tienen como menores, verdaderos trabajos de orfebrería en algunos casos.
Decía que el título de Huxley parece que se escribió después de un mal sueño, pero realmente su biblioteca ardió. Con estas llamas recuerdo un episodio que siempre me ha parecido emocionante, un capítulo del anecdotario en que participan Vicente Aleixandre y Miguel Hernández que cuenta Miguel Ferris en su excelente biografía sobre el poeta de Orihuela, Miguel Hernández. Pasiones, cárcel y muerte de un poeta (2002).
Velintonia 3 fue destruida por el bombardeo de los nacionales, que ya estaban sitiando Alcorcón, Getafe, Leganés y Cuatro Vientos. La casa de Aleixandre quedó derruida y, con ella, todos sus libros descansaban bajo los escombros. No encuentro una imagen más terrorífica que la destrucción de una biblioteca. En esos días, lo visitó el joven Miguel Hernández. Ambos llegaron a la maltrecha casa de Aleixandre y comenzaron a recoger todos los utensilios y libros recuperables de aquella demolición. Hernández participó con premura y con la vitalidad de su juventud; cargó en un carro con todos los libros y enseres del Nobel. La anécdota más curiosa es que montó incluso al propio Aleixandre encima del carro. Un carro que costaba mucho trabajo mover por el empedrado del suelo. A pesar de todo, el bueno de Hernández desplazó todos esos trastos y a Aeixandre hasta un lugar de resguardo. Según Miguel Ferris, Miguel Hernandez, con toda la gracia andaluza, acompañó la caminata con voces en alto, como si fuera un vendedor ambulante.


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Quemar un libro es quemar a un hombre. Y como digo, la destrucción de bibliotecas en épocas bélicas ha sido uno de los mayores desastres de la Historia. Porque con una biblioteca muere el conocimiento humano, el logro del hombre como tal, la perenne situación del hombre en el mundo. Y una sola página lúcida y pensada es como una vida que no deja de brotar.

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Es una desconocida, pero debería estar al inicio de cualquier conocimiento. Y, por su naturaleza, muy ligada a la creación poética. Porque la sabiduría oriental es una suerte de escrito filosófico con aroma poético. Y en su concisión, en la naturaleza de sus reflexiones, en la corta y justa palabra, en la misma disposición del verbaje que lo sustenta, la poesía debería estarse cómoda y el poeta propicio por los astros. Mirad, leo en Lao-Tsé: “Sin traspasar uno las puertas se puede conocer el mundo todo; sin mirar fuera de la ventana, se puede ver el camino del cielo. Pues sucede que, sin moverte, conocerás; sin mirar, verás; sin hacer, crearás”. ¿Qué es la poesía sino alma sin vida, exploración de lo inmóvil, velo del paisaje inmóvil, indagación en las ranuras de lo no dicho, tremenda campanada sin sonido, insólita manera de hosparse en el mundo, golpe sin eco, sueño anexo a la palabra?

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Toda la vida llevo soñando y lo que he sentido en esos sueños es lo que soy. Estar poseídos por los sueños es poseer la vida de los demás y apropiarse de lo ajeno. En lo que aparenta no ser nuestro está nuestra vida. Cuanto más distantes de nosotros, más cercanos al yo.
Por ese motivo, la palabra me resulta sospechosa. Ella es un ovillo enmarañado y tremebundo que no tiene fin. El fin de la palabra es una idea y en ella reposa su esencia. Así que su forma es un eco extraviado que proyecta no se sabe qué dictamen. En una sentencia desconfío de los verbos. La acción humana debe ser una meditación. Y en la meditación, la gramática es el silencio. La palabra es silencio en esencia, sólo su música la hace merecedora de elogio, porque la eleva y transmuta.

lunes, 29 de junio de 2009

Lugares de trance.

Este verano viajaré a Trieste. Allí visitaré el Café San Marcos, el lugar en que comienza Microcosmos, de Caludio Magris. Comprobaré que aquel café sigue manteniendo las virtudes de los cafés antiguos: su pluralidad, su apertura a la sociedad y su rebeldía ante los parroquianos selectos, su aritmética aglutinación de las palabras. Puede decirse que con las palabras pronunciadas en un café, puede constituirse al hombre.
Un café es un lugar de ida y vuelta, como un cante flamenco. Dice Magris que estar en Trieste consiste en tener la sensación de no estar en ningún lado. Y eso me alivia y me atrae, me imanta hacia ese lugar que aún no he visitado, pero que ya me cuenta entre sus asiduos viajeros.
Hablar de las ciudades a las que viajaré es una manía que me fascina. Me parece uno de los estados de ficción más puros, un estado totalmente manejado por la imaginación y los mecanismos de la literatura. Por eso pienso en Roma, en la tumba de Keats, en los versos que flagelaron su juventud.

En estos momentos, escribo desde el Cimitero Acattolico, ante la tumba de John Keats (1795-1821). Antes he estado con los versos de Leopardi (1798-1837), en Napolés, en la Salita della Grotta. En Napolés, en el Café de Italia, pretendo encontrarme con Leopardi. Dicen que es asiduo a este bar y que siempre está sentado en una mesa al fondo, como un espectador inadvertido que lo ha contemplado todo. Con veintiún años había padecido la enfermedad, el desprecio, las penurias, el amor imposible. Había leído a los clásicos y aprendido latín, griego y hebreo por su cuenta. Sus días transcurrieron detrás de los cristales de la casa de sus padres, de sus paupérrimos padres. Allí, en la transparencia, se enamoró de la joven Silvia.



Le cuento todo esto a un individuo con achaques, cuyos ojos enrojecidos me llevan pensar en una reencarnación. Lo llamaban el ranavuotolo, salta una voz en este sueño. Es su amigo Ranieri, a quien le pongo el rostro de las sombras.
Este confidente, a quien Leopardi dictó sus últimos versos, se encargó de que su cuerpo no fuera enterrado con los que habían muerto por el cólera. Logro embalsamarlo, qué ironía. Leopardi descansa junto a Virgilio. Entre ambas tumbas, uno puede contemplar la belleza silenciosa de la poesía.







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Terminé la lectura de Anatomía de un instante (Mondadori, 2009), de Javier Cercas y me veo en la obligación de escribir algunas palabras, aunque se sucedan telegráficamente y salpicadas de tópicos.
Es un libro muy bien trenzado, escrito por un novelista que maneja a la perfección el ritmo de la narración y la administración de la trama. Me parece que es de obligada lectura para los interesados en el golpe del 23 de febrero de 1981, ya que pone en claro muchos de los elementos hasta ahora ensombrecidos. Sus páginas finales toman el aliento de una novela que es un ajuste de cuentas personal y que demuestra que el planteamiento inicial fue tomando un cuerpo distinto al que estaba pensado. Es un libro que, además, abre los límites en la narrativa española, entre la documentación periodística y la fabulación novelística, por lo que la proporción de ambos condimentos la hacen un libro que explora y acierta, en mi juicio, con su forma. El mismo libro es una lección de anatomía narrativa en que se alternan las descripciones de las imágenes del golpe con la estructura de la consecución del mismo.
Es cierto que el repaso de un corrector de estilo le hubiera venido bien, sobre todo por la ausencia notable de puntuación donde es debido y obligatorio (la falta de comas es insospechadamente asombrosa). Por lo tanto, si les interesa leer un libro que versa sobre este cuestión política tan importante y tan desconocida, creo que el de Javier Cercas no os defraudará.

domingo, 28 de junio de 2009

Un cuerpo vale su recuerdo.


Abrí la mano y agarré toda la arena que pude, toda la que cabía al cerrar los dedos para construir un puño. Me quedé mirando el ensanche de mi mano, su nuevo rasgo grueso y abultado. Sus formas desiguales, como si esa invasión bárbara de la arena hubiera modificado la armonía de mi cuerpo. Al pasar unos minutos, solté lentamente la arena sobre la misma arena. Poco a poco, sin prisas, con la notoria sensualidad de un vacío que se apoderaba del espacio.
Me acordé de Alberto Caeiro y de su inexpugnable defensa de los sentidos. Cuando quiero inquietarme, cuando pretendo desasirme de mis convicciones, de mis pocas convicciones, acudo a esos libros demoledores y controvertidos de los que huyo, pero a los que acudo en busca de sabiduría. Uno de ellos es esta quimera a la sombra de Berkeley, de esta simulación de la realidad a través de los sentidos, Poesías completas, de Alberto Caeiro.
Por eso cerré los ojos y seguí imaginando que mi mano expulsaba la arena sin cesar, sin ningún aviso que indicara que la arena se terminaba. La arena brotaba incesante desde mis manos, desde todo mi cuerpo. Y brotaron los granos desde la mínima secuencia terrena hasta la epidermis de mis sentidos. Mi cuerpo de arena y los ojos cerrados y los sentidos apoltronados sin encontrar la dirección exacta. En esa certeza de la nada, en esa conversión granítica, recité con voz queda las palabras de Caeiro: “bastante metafísica hay en no pensar en nada”. Después de todo, mi cuerpo se fundió en la arena y todavía, al escribir estas notas, algunos granos salpican el cuaderno. En ellas está la inmensidad.

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Escuché en la radio unas palabras de Marco Aurelio acompañadas de una música de Corelli. Esta combinación no es extraña para mí, ya que, a menudo, acudo a las barbas del estoico para fajar mis inquietudes. En el Libro IV, 35, de sus Meditaciones, leo lo siguiente: “Todo es efímero: el recuerdo y el objeto recordado”. Evidentemente, en la memoria, la realidad y el objeto del recuerdo alcanzan el mismo estatus de inmisericordia del tiempo. Allí quedaron abandonados por el rítmico fluir del Tiempo. Uno y otro terminan siendo materia secundaria con aspiraciones equivalentes. Si partimos de esta afirmación, deberíamos terminar con otra que iniciase el recorrido de estas palabras. Por ello, siempre he leído a Marco Aurelio como un autor de llegada; que escribió conclusiones, pero que incita a la construcción de un lenguaje inicial por parte del lector.
Con su sentencia, equiparamos la realidad al recuerdo. No hay nada que los distancie en la memoria, que los certifique como auténticos. En ese espacio de incertidumbres se encuentra la literatura y allí funcionan sus tentáculos y allí se asienta su fortaleza.
Es decir, leer a Marco Aurelio es crear a Marco Aurelio. Y por ello escribo lo siguiente:

La realidad es tan efímera como su recuerdo.

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Al único poeta que he leído con la sensación de estar leyendo una obra que traspasa su lengua es Juan Ramón Jiménez. Con ningún otro he tenido esa exuberante apreciación. Me parece el único que puede desasirse de su lengua y situarse en la órbita de los grandes poetas europeos. Desde Diario de un poeta recién casado (o Diario de Poeta y mar) hasta el final de sus libros, no ha habido un poeta en nuestra lengua con tamaña pretensión poética, que haya poseído esa naturaleza poética en su ser con tanta efusión y sensibilidad. Y su palabra…

viernes, 26 de junio de 2009

El ranúnculo de la totovía.

Esta tarde, este cuaderno se ve invadido por el reino de la imagen. Realmente, es como si las palabras hubieran decidido emplumarse entre tanta comitiva de la escritura. Un vuelo a ras de líneas que perfilan el sucedáneo mundo de un eremita que sale todas las tardes al campo en busca de un movimiento. Porque creo que mi compañero, Manuel Ángel, sale preparado para hacer del movimiento la anatomía del instante. Aquí os dejo las aves con sus nombres significativos y sonoros: cojugada, collalba, ranúnculo, tarabilla y totovía. ¡Qué deliciosos sonidos entre naturalezas vivas, qué soniquete taciturno!
Al observarlas, me pregunto qué obturador verbal es el idóneo para describir esa quietud que duró un canto. ¿Qué palabra sostiene en lo sucesivo la pose de una realidad envolada?















jueves, 25 de junio de 2009

La lentitud de una retina.


Hay descubrimientos que valen una retina. Ojos que nos abren el espíritu, a pesar de no ser nuestros.

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Philosophia facta est quae philologia fuit. En el prólogo a Aurora (1881), dejó Nietzsche unas notas acerca de las virtudes de la Filología. No en vano, fue profesor en la Universidad de Basilea de lengua y literatura griegas. En ese prólogo ensalza, sobre todo, la lentitud que aplica el filólogo en la lectura. Una lentitud de orfebrería, que contiene la paciencia de un pintor flamenco en todos los recovecos de la palabra. Recuerdo ahora otras palabras del polígrafo mejicano, Alfonso Reyes, en su libro La experiencia literaria. Venía a decir Reyes que la filología es el arte de leer despacio.
Anoto estas impresiones. Me quedo amparado por el disfrute de la Filología como ese terreno que abonó la escritura. Pero también pienso en la distancia que hay entre leer con lentitud y escribir con lentitud. Falta en la literatura la lentitud de la lectura.

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En Lisboa. Sentado en un café
de la Rúa dos Douradores,
soporto la mirada
de Fernando Pessoa.
Acaba de salir de su oficina.
Arranca su zancada de centauro
con el negro macizo de su traje.
En sus páginas ciegas
la claridad es de otro tiempo,
de un estado cercano a las bondades
de lo que quiso ser
entre los hombres que no fueron.
Como una orquesta oculta
sus pasos le conducen
al margen de su vida,
como una orquesta sorda y paramera.
Entre su vida un silbo se proclama:
era el son de los sueños
que lo habitaban
un son que predicó a un solo hombre.

miércoles, 24 de junio de 2009

La contienda de las artes.

Hablábamos de la ceguera, cuando se me ocurrió desviar la conversación a la contienda de las artes. “Mira” –interrumpí-, “el escritor irrumpe en un espacio oscuro, indefinido, sin tiempo, en que nada ha ocurrido y en el que todo es posible. Todo en ese espacio carece de luz. Ni el propio escritor es capaz de vislumbrar nada, ni siquiera el lugar al que se aproxima con su palabra. Es un tiempo muerto al que se penetra con la incandescencia del verbo. Los reflejos en sus muros, los silencios apoltronados en las encías de ese espacio, van tomando la forma de la obra literaria”.
El compañero se quedó un tanto sorprendido, sobre todo porque hasta ese momento la conversación sólo estaba tocando la ceguera como algo físico. "Podemos decir", -incluí-, "que la historia de la literatura es la gran historia de la búsqueda, porque si algo va adherido a la literatura es, precisamente, la búsqueda de no se sabe qué realidad escondida. Un escritor, por mucho que tenga pensados sus escritos, jamás tiene conocimiento previo del resultado final. Es la forma última la que ejecuta la ceguera y la que concluye el trance”.

“Lo que tengo por cierto, amigo, -contestó al fin-, es que en el diálogo, la ceguera es compartida y oral. Además de espontánea y ciscunstancia. La luz que desprende se comparte con el otro. Gracias al otro, con el diálogo se esclarece lo que parecía inerte en la memoria”.

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Hay días que retienen la memoria
y la convierten
en tramos de la nada.
Momentos en que todo se sucede
como una trama lenta.
Un espejo que cuaja los instantes
y así los prefigura
para los hombres.
Por ejemplo, un hombre sentado
sostiene un libro que le dice:
“Cuenta tu vida en tan solo unos días.
Hoy los astros no quieren inventarte”.
Entonces cierra el libro. Escribe.
Contempla detenido los instantes
que coagulan el tacto de sus ojos.
Y comienza a escribir:
“Hay días que retienen la memoria
y la convierten
en tramos de la nada”.

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Sírvete de lo que está oculto, de lo que se esconde detrás de lo fingido. No dejes nunca de preguntarte sobre las huellas de tus manos, sobre los pasos que has dado con la valentía de un héroe antiguo. El mundo no está hecho para cobijarse, antes al contrario, todo él es renuncia: renuncia a lo cotidiano, renuncia a las costumbres, renuncia a los mandatos. No dejes que nadie te utilice con otros fines más para alcanzar la plenitud de tu vida. Por eso, sírvete de los misterios de este mundo, piensa que lo que se insinúa, lo que sólo se indica, la punta de un eco encrespado en tus oídos es la música veraz de lo desconocido. Allí te espero, sentado en el pulgar de la vida.

martes, 23 de junio de 2009

Una golondrina, el pacto meditado.

M. se ha convertido en una golondrina. Con todo el esnobismo de las letras de Wiesenthal, todas las tardes sus ojos comienzan a batir las alas. Yo me conformo con ser una de sus plumas.
Ayer revoloteó por Viena. Sus calles, los personajes más destacados, las sensaciones más personales y una prosa viva, apajarada y rítmica, hace de su lectura una plástica lectura de las ciudades. Me explica, entonces, que ya nunca volverá a viajar de la misma forma, ella, que encuentra en los viajes la línea de sombra que soporta su existencia.

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Abre su vuelo el día
un pájaro amanece.
El mundo inhabitado desespera
porque contiene todas las palabras,
toda la música de los espejos rotos.
Uno despierta y lo contempla
así de quieto como el trigo,
así de claro
como una fábula de fuentes.
Un día comienza en mis palabras
en ellas se levanta.


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A poco que uno relee lo que escribe, no le queda más que renunciar a ese río fugitivo de las palabras. Este cuaderno no tiene itinerarios, sólo la tentación de lo imposible. Toda tentativa infinita es una respuesta ponderada, una exclamación que brota de la huida. Escribir es querer huir de este mundo que es otro, de este mundo que nos parece un tremendo acuerdo de la imperfección. En las palabras nos dieron el instrumento de la solidaridad. Escribir implica leer. Un lector y un escritor mantienen un pacto secreto, a pesar de la sonora vigencia de la palabra. Un pacto tácito, prístino. En el que todo comienza a tomar sentido.En el que al amanecer las palabras toman el aroma de la mañana.

lunes, 22 de junio de 2009

Palabras de agua.

Palabras en el café. El gentío acumula esa predisposición al comentario, a la glosa que acaba de depositar el contertulio. Ruido de voces. Ritmo de cristales que golpean las mesas. Las máquinas exceden su cometido hasta inundar el mármol de la mesa. Aquí, leo.
Esta tarde he querido recordar la lectura de Yo, otro, de Imre Kertész. Quizás porque antes de salir de casa el mundo se me vino a las manos y comprendí que ni dios, ni la sociedad, ni las ideas, ni las convicciones nos llevan a escribir. Sólo la presencia de la muerte es la culpable. Ella, dadora de límites, es la productiva moneda de cambio de nuestra existencia.
Aquí, sentado, con una tónica, releo a Kertész. Recuerdo que compré el libro por casualidad, por la pura casualidad de los títulos. Yo, otro es la manera más inteligente y literaria de escribir sobre ese cuerpo, ese lugar común que es nuestra vida.
La filiación del libro de Kertész con el de Pesooa es evidente, al punto que lo cita en uno de sus pasajes. Por entonces, está traduciendo a Witgenstein y muchos de los aforismos que traduce le sirven para mechar su libro con citas y recreaciones que acrecientan esa sensación de estar leyendo la vida de otro como un meandro que circula finalmente por otro río.


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La muerte es la mar. La mar es el morir. Nuestras vidas, los ríos... Bella enseñanza. Mas que quizás somos un mar antes de la desembocadura, un mar contrariado y heterogéneo. Toda vida ligada al arte es marítima.


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El yo es una creación fugitiva. Nuestra vida es el espacio común por el que atravesamos diariamente. Eso, cuando tomamos distancia y entendemos que no pertenecemos a ese yo, nos lleva a explorar otros abismos: pintura, literatura, música, ciencias… Esa exploración es un ensanchamiento de un yo. Por eso es incomprensible, porque el yo no nos pertenece, deja de sernos. Somos coautores de un yo que posee un nombre con el que nos identificamos. Pero, ¿si a fuerza de repetición quisiéramos tomar otro nombre? Pessoa ralló en la mágica eyaculación de las personalidades. Un heterónimo era una orgía para los sentidos: con los ojos de Caeiro, Campos, Reig…vio al hombre, acaso lo entendió. Ese hombre era él mismo.

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Aquí, en el Florian, la tarde es de tul. Sostengo con la mirada el ritmo pétreo de la luz, el callado baño que el sol aplica sobre la cuadratura de la Plaza de San Marcos. Esa cuadratura esquiva y deforme que no se cierra como nunca termina los atardeceres en sus mares. Arde el mar…. Hay que gente que pasea sin más pretensiones que la de caminar una ciudad que nunca fue una ciudad. Puede decirse que el yo de Venecia nunca fue configurado. En eso pienso mientras paso las páginas de Kertész, de Pessoa, de Broch. ¿Cuál es el ser de Venecia sino sus versiones? ¿Hay una Venecia, o las ciudades son múltiples como las personas que las atraviesan? ¿Por qué, entonces, creemos que nosotros somos uno, si a lo largo de la vida somos muchos los que nos habitamos?
Piedra de Sol, de Octavio Paz: " no soy, no hay yo, siempre somos nosostros".

domingo, 21 de junio de 2009

Del hecho al dicho.

Cuando observo en mi cuaderno un día en blanco soy consciente de que no he vivido.

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Hay días que requieren una recua de palabras. Otros, como hoy, el lamento de una sílaba.


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Abro el diccionario al azar. Leo una palabra, otra. Espigo por sus páginas, me detengo como una abeja. Libo en las palabras. Me poso aquí, acullá. Sin criterio alguno me quedo absorto con el vocablo cogitación. Y veo que esa palabra describe la situación con notable argucia. Mi cojo pensamiento se acelera y está de acuerdo con la definición ofrecida: pensamiento, reflexión.
Mi acción había efectuado justo la definición en la que di a parar. Es decir, el hecho fue antes que la palabra en este caso. ¿No hubo que nombrar la realidad y luego narrarla? Por lo tanto, el hecho es anterior al verbo. Y, además, cuando se habla de logos, no debemos resumirlo al significado al uso. El logos griego incluye la acción. Y en ella nos enredamos el resto de nuestros días, justo desde los días en que tus palabras se agarran a la realidad como un guante y surge eso que llamamos conciencia. La conciencia es la huella del tiempo.

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Leer un diccionario consiste en la búsqueda de una palabra que nombra un instante en el que tú mismo dejaste de existir.

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Una vida empieza cuando las palabras la raptan.

sábado, 20 de junio de 2009

Se abrieron los párpados sin alas.

Hoy escribo desde el paracaídas de Altazor, desde su brillo, desde su tremenda bajada a las alturas, desde el viento zumbando en sus telas deshiladas. Parece que mantengo la pose de Gómez de la Serna sobre el elefante que lo elevó al cieno de la literatura. Y desde allí pronuncio este discuro sin cuerda, sin remoto control, sin pausado discurso.
Con Vicente Huidobro encontré una poética que supo situarme frente al mundo. Hoy el agua ha cambiado, es cierto, pero no debo desarraigarme de la proyección que supuso leer sus Manifiestos en un momento en que los poetas me sonaban a sotana de pasillo y a rancio profesor de Universidad. Huidobro ofrecía otra perspectiva que casaba, a la perfección, con mi edad y con mi acercamiento a la poesía. Huidobro me ofreció, como ningún otro, una propuesta clara que seguí sin remiendos: non serviam. Me sabía el manifiesto de memoria.
Siempre he creído que el poeta jóven se convierte en un homo ludens; en ese caso las palabras suponen un juego en que no se saben las reglas. El poeta se deslumbra, explora, sintetiza hasta encontrar el silbo de su leguaje, del suyo propio, que jamás dejará de decirle la realidad. Su lenguaje es único y jamás nadie llegará a inventarlo.
Hoy he vuelto a merodear sobre algunos de sus poemas, quizás los menos discutidos por mi conciencia. Y ya me he sentido alejado, distanciado de esa propuesta. Leer estos poemas de Huidobro ha sido como rememorar un amor pasado: sus besos, sus traiciones, sus lengüetazos soberbios.

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Sin embargo, descubro que con la publicación de Ecuatorial se produce una onda de influencia muy concreta en otros poetas españoles: Juan Larrea y Gerardo Diego. Ayudado por Juan Gris, Huidobro dedica el poema a Picasso y supone el primer intento de ejecutar un cubismo literario. Esa idea me pareció prodigiosa: escribir un poema utilizando los principios de la yuxtaposición, un plan de sucesión agarrado al plano temporal, no del espacio. Es decir, Huidobro quiso llevar a la poesía las formas del espacio temporal del cubismo. El primer verso es excelente: “era el tiempo en que se abrieron mis párpados sin alas”.
Luego, Gerardo Diego quiso hacer una versión del poema en “Gesta”, del libro Imagen. Y Juan Larrea hizo lo propio con “Cosmopolitano”, un poema publicado en la revista Cervantes (noviembre de 1919).

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Amanecí una mañana, una buena mañana en Sevilla, después de una noche de magníficos sueños y de pesadillas ternarias. Al levantarme, dije en voz alta: madre, no te serviré. Yo tendré mis propios árboles, tendré mis propios cielos, tendré mis propios pájaros. Ellos serán míos cuando yo los escriba y seré tu amo y no te quedará más que servirme tú ahora, tú a mí, a tu hijo rebelde, al que quiso decirte con sus palabras, con sus propias sílabas, con esas fracturas en la realidad que son las palabras poéticas.
*Ilustración, Jean Delaunay (18885-1941), Torre Eiffel. Influyó sobre la sensibilidad de Huidobro.

jueves, 18 de junio de 2009

Poéticas.

Como escribió Octavio Paz, la poesía es el arco y la lira. En ella, forma y sustancia es lo mismo. Ella se dice y se limita. De esta forma, la poesía es un desarraigo de la lengua común. Por eso creo que la poesía no puede darse al pueblo, porque ya no hay pueblo, hay masas organizadas. Y darse al pueblo, más bien, es darse a los organizadores de ese pueblo y, por tanto, convertir al poeta en un funcionario.
Nada más lejos del ser del poeta, por mucho que reivindiquen su cercanía. Se olvidan de que el poeta revuelve con la lengua los mitos, los sueños, las tradiciones y los temas más profundos, los que se ocultan en los senos de la vida. Y hasta ellos escarba el poeta con la lengua y hasta ellos llega con el fuego de la palabra robada. Entonces, en ese encuentro, se la devuelve a la tribu: limpias, cristalinas, puras para siempre.

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No sé que conexión neurológica hace que al leer el poema de Leopardi, El Infinito, me acuerde de unas lomas yermas con un cielo amarillo. Me siento, además, un extraño prisionero en la sombra. Una sombra levantada a lengüetazos de su asombro, del asombro de estar vivo. Tal vez, pienso, es el cuerpo el equivalente de esas lomas, esa maleza, esos ramajes del poema. El infinito consiste es la lentitud del silencio inhumano. Y ello provoca un naufragar inmenso, que inunda los sentidos y los trastoca hacia no se sabe dónde.

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Porque el tiempo es ese lugar que contiene nuestras huellas.

miércoles, 17 de junio de 2009

El silencio de Virgilio

Compré La muerte de Virgilio, de Hermann Broch. No sé por qué algunos libros aparecen en mi vida con una facilidad que bien merece ser escrita. Para que quede nombrada y ya pueda recordarse y pertenecer, así, a la más sublimes de las realidades.
Por semanas, el libro va tomando existencia en lo que leo: suplementos, libros, algunas bitácoras interesantes. Entre esos textos, diversos todos, comienza a repetirse un título cuya hegemonía final es tan evidente que el fin se produce cuando compro y leo el libro.
Podríamos decir que es un caso de invasión a la realidad a través de la ficción. Porque hasta el momento, la única manera que tuve de su existencia fue a través de la ficción. Me sucedió con Rilke, con Heidegger, con Conrad y con Pessoa, por ejemplo. Hay muchos más, claro está, pero el último caso de libro o autor que se ha ido solapando a los días por medio de las fisuras de la ficción es La muerte de Virgilio.

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Esta tarde me apetece continuar las lecturas de la mano de Cees Noteboom. Miro el índice de poetas y pensadores que indican en qué cementerios estuvo el neerlandés. Y en la página 317 aparece el nombre de Virgilio.
Está enterrado en la Salita della Grotta, en Napolés, desde 1930. El escritor está en Napoles bajo el hechizo del ruido y el desorden napolitanos. La paradoja sucumbe porque el poeta bucólico yace entre obreros modernos, ruidos de coches y trenes y toda la contaminación que desprende esta ciudad italiana.
Noteboom se siente decaído por estas añagazas de los humanos. El antídoto que utiliza es recordar su lectura de la Eneida. A ello se entrega como un homenaje póstumo. Yo me levanto del escritorio y voy a rescatar el libro de las baldas. Quiero comprobar los surcos de mi lectura, quiero comprobar que por unos días fui lector de Virgilio, que el germen de esta virgiliana necesidad viene de antiguo.

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Después del paseo, me detengo en las letras de George Steiner. Lenguaje y silencio es uno de los libros más intensos y demoledores que jamás leí. Y esos son los volúmenes que me llevaría a una tumba, los que dijeron en algún momento qué soy o a qué aspiro mediante el ser.
En Lenguaje y silencio, introduce Steiner la necesidad de abandonar la palabra, de anexionarnos de la palabra para tomar la perspectiva necesaaria para el análisis o la creación o la pura observación. Un alejamiento de la palabra que nos permite desasirnos de la implicaciónn racional de su enunciado. Una huida del reino de la palabra, proclama Steiner.
Algo parecido a leer La muerte de Virgilio de un tirón, sin más mediaciones críticas que nuestra intervención como lectores.
En un momento del libro, recuerda Steiner una de las más famosas enseñanza zen. El koan zen le pregunta al novicio: “Conocemos el sonido de dos manos que dan palmas, ¿cuál es el sonido de una sola?”.
Como un novicio me encargo la tarea de desvincularme de la palabra, de escuchar el sonido de una palma… y lo primero que hago es leer las palabras últimas del Tractatus, de Wittgenstein: “De lo que no se puede hablar hay que callar”. Quizás comprendo que la creación literaria no tiene vocación de soledad. Es una palamda en busca de su sonido. La creación literaria es una sola palmada del lenguaje con aspiraciones sinfónicas.


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La poesía es un eco que aspira al silencio.

martes, 16 de junio de 2009

En la escalera de Wittgenstein.

Cuando Nooteboom está a la busca de la tumba de Wittgenstein, un señor, que está podando un árbol, le advierte de que allí sólo van los japoneses porque toman al filósofo como un héroe budista. Ante estas palabras, el escritor neerlandés recorre palmo a palmo las tierras en las que está enterrado Wittgenstein alentado por la dimensión budista del encuentro. En su tumba hay unas hiedras que no encuentran asidero, que no crecen hacia ninguna parte porque no son capaces de agarrarse a nada o de que algo las conduzca.
Tomo, al leer este encuentro en Tumba de poetas y pensadores, la figura de esa hiedra como una magnífica manera de entender el Tractatus, ese apasionante andamiaje aritmético de la razón. Y, con estas cuitas, me apropio de los consejos que le da el podador de árboles a Nooteboom: “los japoneses vienen por lo de la escalera”.
Al final del Tractatus leo lo siguiente: “6.54 Mis proposiciones esclarecen porque quien me entiende las reconoce al final como absurdas, cuando a través de ellas –sobre ellas- ha sido fuera de ellas. (Tiene, por así decirlo, que arrojar la escalera después de haber subido por ella). Tiene que superar estas proposiciones; entonces ve correctamente el mundo”. Y de pronto me imagino subido en una escalera hacia ninguna parte, hacia un altura horizontal tan profunda, tan secreta y deslum brante que sólo me entra ganas de gritar el silencio.

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Sólo después del uso de la escalera contemplamos el mundo. La escalera puede entenderse como una obra de arte que nos posibilita el acceso a otro entendimiento. A una mesnada difícil de apreciar in ictu oculi. Por eso os digo ahora: hay que meditar para comerse el corazón de una manzana.

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Al arrojar la escalera estamos desasidos del soporte, esto es, del artefacto artístico que, al fin, nos ha poseído. Y, en ese momento, con Pedro Salinas, todo es más claro. En la claridad no se puede nombrar el silencio.

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De luz vuelve este tercio.
Un solo rayo
alumbra mi memoria.
Y el umbral de esta tarde
tu rostro lo contiene.
En el verano vuelve
la voz de tu semilla.
Y nacen las mañanas muertas,
y viven los vencejos blancos.

lunes, 15 de junio de 2009

De pintura y poesía.

R. me dice que, de entre esos escritores que en algún momento tuvieron aspiraciones pictóricas, J. Hierro es uno de los más curiosos y singulares. Me fijo, cuando llego a casa, en la portada del libro que ayer estuve glosando, Guardados en la sombra, y leo que se trata de un óleo de Hierro titulado Menina de rostro borrado.
A continuación, indago entre las páginas del volumen que se refieren a la relación entre la literatura, la música y la pintura. Concretamente, en un pequeño ensayo titulado “Lo literario en la pintura”.
La narratividad de la pintura es el tema del ensayo. Achaca Hierro la sublevación de la pintura a la narración de acontecimientos en buena parte de su Historia. Contrapone el fenómeno de la pintura moderna como una suerte de giro hermenéutico, pero llevado a la pintura, al estudio de la pintura en sí. Al hilo de estas divagaciones (que en definitiva son acercamientos más o menos certeros) me acuerdo de un libro de Julián Gállego que me deslumbró en aquellos años en los que comprar en una librería de viejo suponía dejar de ir a tomar una cerveza. Me gastaba todo el dinero de la semana en libros, cualesquiera que fuese su disciplina, de Arte y de Filosofía, novelas, poesía, etc. Uno de los libros que guardo con mayor celo es Visión y símbolos en la pintura española del siglo de oro. Todavía recuerdo cómo entendí la profundidad de los bodegones barrocos y cómo, al llegar al Prado meses después, asentí como el convidado que ve su entierro.
Gállego aborda este asunto de la equivalencia entre Pintura y poesía a la que se refiere Hierro. No podemos olvidarnos del Ut pictura, poesis, de Horacio. A partir de Horacio rememora, con el hechizo de su erudición, otros tantos escritores que han reflexionado sobre este acercamiento entre las dos disciplinas. Me quedo con una idea que me parece muy ajustada a mi percepción del asunto: la pintura se ha visto obligada a emplear, cada vez más, abundantes explicaciones literarias (no como un emblema) para justificar la morfología del artefacto.

***
Reger, el personaje de Maestros Antiguos, de Thomas Berhnard, va asiduamente a la sala Bordone, del Kunsthistorischesches Museum, a contemplar, desde el mismo ángulo, un cuadro de Tintoretto llamado El hombre de la barba blanca. Allí comienzan, diariamente, sus meditaciones filosóficas sobre el concepto de clásico, arte antiguo o sobre los asideros en los que el artista debe agarrarse para realizar su proyecto. Esto me lleva a pensar en Corazón tan blanco, de Javier Marías, y en aquel guardián de museo que lleva treinta años en la misma sala contemplando el mismo cuadro. Esa exasperación lo lleva a querer quemar el cuadro. No sé si es Ranz o Custardoy el que vive y relata esa situación, pero, desde luego, el momento es crucial.
Sé que Marías es un devoto lector de Berhnard y que esta escena en su narrativa no es gratuita. Es un guiño a un antiguo maestro y , sobre todo, a una manera profunda de acercarnos a los lectores la encrucijada de la cotidianidad. Profunda, mansamente peligrosa.

***

La última parada en este fondeo pictórico-literario es Mario Praz. Mnemosyne, El paralelismo entre la literatura y las artes visuales, es un magnífico ejemplo de comparatismo interdisciplinar. Y, con la convicción de que el tiempo en el hombre tiene más de espacio que de otra cosa, me voy a un capítulo titulado, precisamente, "Interpretación espacial y temporal". Joyce, Kakfa, Musil, Eliot, Broch acuciados por los mismos problemas que Braque, Picasso, Le Corbusier. Me quedo con la mirada fija sobre una ilustración, La calle entra en la casa, de Umberto Boccioni. Y, de inmediato, me siento como Reger, apoltronado sobre un ángulo repetitivo. Meditabundo. Extasiado por la complejidad del espacio y por la semblanza literaria del tiempo en el espacio. Como el vigilante del Prado, me levanto de la silla con el fuego en las manos, pero con el fuego de la razón, de una razón domada.

domingo, 14 de junio de 2009

En el tren. En los libros, la vida de otro, yo mismo.

Iba en el tren releyendo el libro que siempre agarro para releerlo en los trenes, Una historia de la lectura, de Alberto Manguel. Desde que me lo regalaron -un querido y estimado profesor del que rendiré buena cuenta algún día- ha sido uno de los territorios por los que más he paseado y con los que más he disfrutado aun sin ser una novela, ni un libro de poesía, una obra de teatro, ni un mamotreto de filosofía. Es un libro fascinante, de obligada lectura.
Andaba yo rememorando algunos pasajes mientras el campo mostraba el verde amarillento de los girasoles. Leía aquellas páginas en la que explica Manguel cómo se convirtió en un lector de privilegio, pues se transformó, en pocas horas, en lector de Borges. Este hecho siempre me ha parecido una experiencia literaria, Alfonso Reyes dixit, que jamás tendremos ningún otro lector por mucho que tengamos manías comunes. El lector de Borges puede alzarse como una categoría inusual, extrema, podríamos decir. Porque Borges, normalmente, releía y recitaba los pasajes de memoria haciendo que su voz se encontrara con la voz del lector.
La literatura en la voz que arrasa unos oídos, que arranca de la memoria unos pasajes amarrados al recuerdo. Y luego la creación.

***

En este día que se recoge ahora…”, como dijo Dylan Thomas, recojo la chistera y la capa sobre el taburete de los sueños. En ellos me volveré materia de la nada. Y entonces mi palabra no será mía, ni será escrita por mí. Sólo seré, en los sueños, un ínclito atlante inconsciente que, ni siquiera al despertar tendrá, conocimiento de que acaba de nombrar al mundo.

***
Mis libros de Vila-Matas son los que más escritos están al margen de las letras. Y eso me ha llevado a tomar algunas determinaciones. Por ejemplo, vuelvo sobre algún subrayado que glosé en su momento. Definitivamente El mal de Montano es el manual que describe el mal que me recorre, el de Montano. Por eso lo escribo, en él descubro los trazos de mi vida y la entiendo como la vida de otro, como un heterónimo que se hace pasar por mí y escribe y lee y escribe la lectura. Precisamente, porque la literatura nos permite comprender la vida nos deja fuera de ella, dice Vila-Matas. Cuando leo sus libros, la percepción es que estoy diseccionando mi vida, no viviendo fuera de ella, no huyendo de la misma, sino lanzando sobre sus arterias la potencia analítica de la palabra literaria. Y en su eco acaso me vislumbro como un sujeto.

sábado, 13 de junio de 2009

Guadardos en la sombra

Hice refrencia, hace poco tiempo, a lo que, a mi parecer, es una poética sin poetas: la postpoesía. No quiero repetir los escasos argumentos que argüí por entonces, pero hoy, leyendo un libro de José Hierro se me ha vuelto el tema ante las narices.
Siempre pensé que la poesía de José Hierro encierra una de las más sesudas, sólidas creaciones que mejor han trabajado la tradición de la poesía, pero elaborando una obra de su tiempo. Lo que era una intuición lo he confirmado esta mañana al leer Guardados en la sombra (Cátedra) en la edición de Luce López-Baralt.
La edición publicó textos inéditos que pertenecían a las primeras reflexiones sobre la creación literaria y artística del jovencísimo José Hierro. Deberían leer este libro (entre otros tantos) para prender a construir un paradigma o al menos para pretender reflexionar sobre la poesía en su tiempo. El primer texto está dedicado a Hölderlin, pero en puridad, es una disertación sobre la poesía, el poeta, el lector.
Desde el comienzo, deja claro Hierro que las palabras que guiaron su exploración de los límites de la creación poética pertenecen a Hölderlin: "El lenguaje fue dado al hombre para que atestigüe lo que es". Coincide Hierro con heidegger en esta hermenéutica, pero no sólo en autor, sino en otros puntos. Con estas premisas, Hierro evidencia los dos vectores que adhiere a la poesía: el lenguaje y el ser. La tesis viene a decir que ante tal imposibilidad del logro de saber qué es el hombre, la poesía es una continua indagación y profundización libre del conocimiento. Porque a diferencia de la Filosofía o de la Historia, cuyos fines son análogos, los conceptos y los hechos sistematizados por estas disciplinas, en tierras poéticas, son adivinación, ensueño, canto, creación.
Con ensayos de este tipo (esto sólo es un dedal) uno se siente azuzado por la inteligencia de alguien que reflexiona sobre temas vivos, en crecimiento, pero sometidos a la inteligencia y a la razón de la poesía.

***
¿Qué daño de este mundo es verdadero,
qué haz de las entrañas, qué delirio?
El vientre de la Luna ha descifrado
el útero maldito de la noche:
sus escamas, el útilmo lamento
pronunciado en la boca de una bruma,
desmentido en el cielo de los ciervos.
Quiero tocar el tiempo de esta noche,
desgajar de los soles la palabra
primigenia, escribir en sus retinas
los versos que adoceno en esta vida
de marcas y designios de otro mundo,
otro mundo que vive en este mundo.
Y resguardar las palabras allí
donde vivimos todavía
guardados en la sombra.

viernes, 12 de junio de 2009

Un quietismo estético.

Un libro chispeante es Cuadernos (1894-1945), de Paul Valéry: “El placer literario no consiste tanto en expresar tu pensamiento como en encontrar lo que no te esperabas de ti mismo”. La creación, tomada así, work in progess, es una meditación dilatada de la originalidad. La obra concluida es al mismo tiempo una discontinuidad. En algún instante, cesa en su ahondamiento. Y al detenerse, se vuelve ensimismada y abierta. Una suerte de recinto amurallado que posee todas las puertas al mundo en que todo es realidad y en el que nada es realidad

***

Así pensado,
cuando todo termina
se abre el infinito.
Si somos sucesión
en lo perecedero,
si la luz nos habita
donde todo vuelve a ser cierto
por pura palabra.
Y como las ciudades
que contienen
el mundo;
como unas efigies
que percuten la piedra,
el amor no es amor
sino sinopsis.
No somos más que otro
desierto, ladera inhabitada,
que busca sus pisadas en el llano
finito de sus días.

***
Deberíamos arriesgarnos a desarrollar lo que Pessoa llama un “quietismo estético” de la vida. Con esta enseñanza conseguiríamos una selección de la realidad que aprehendemos. Porque gran parte de la realidad que nos llega es de forma involuntaria y, en esa tubería en que penetran los insidiosos, deberíamos tener un filtro. Desde hoy coloco el filtro de la quietud estética, de Pessoa, que se puede definir de la siguiente manera, a la manera del Libro del desasosiego, 184: “Un quietismo estético de la vida mediante el cual consigamos que los insultos y las humillaciones que la vida es y los vivientes nos inflingen , no llegue más que a una periferia despreciable de la sensibilidad, al remoto exterior del alma consciente”.
Con estas hilachas desprendidas del libro del portugués, encomiendo a mi vida la irónica y tremebunda actuación de filtrar lo innecesario y, por el contrario, de levantar una defensa acérrima de lo fundamental. Sin beligerancias, sólo con inteligencia y emoción.

jueves, 11 de junio de 2009

Reptantes horas.




Tú que habitas los giros reptantes de la noche,
que en el silencio sostienes los enigmas
y las causas primeras.
Aquí te tengo en esta tarde
muerta,
y vives porque hablas por mi boca:
como una talla en crudo
la realidad levantas. Dices: Cielo,
sombra, espacios marítimos,
de la infancia los arquitabes,
boceto del olvido,
aire ensimismado, tormenta
de estos cuerpos que saben a difunto.

Porque puede decirse esta verdad
sin artificios,
se rebela esta luz sobre los campos
como una piedra sometida
a la medida exacta de la tierra.
No quieren ver más mis ojos
porque ya te han visto.
Y eso les basta.

***
Escribir debe ser un ejercicio de vacío que arranque, todos los días, como si nunca antes se hubiera escrito nada.

***
Temo a los que defienden la cultura como una prebenda política. El hombre está falto de conocimiento, esto es, de lo que los griegos tomaron por el conócete a ti mismo. ¿Cuántas horas no derramamos en falsedades, vacuos trasiegos que terminan en nada? Hoy he sentido en el trabajo esa nefasta agonía de la insatisfacción y todo porque alguien dijo que ni el Latín, ni la Lengua, ni la Literatura ni las Matemáticas sirven para nada… Y lo decía con el rostro repleto de ignorancia, con las marcas de la política, -como una peste negra-, sobre su cara.
No debo exasperarme por estas anécdotas, pero en este mundo vivo, en este mezquino mundo vivo rodeado de hombres, de estos hombres.
*Ilustración, La lección de música, de Matisse.

miércoles, 10 de junio de 2009

Un día seremos.

La novela es la narración de la existencia.


***

Cuando Nooteboom estuvo frente a la tumba de Thomas Berhnard sintió lo mismo que estaba recordando en palabras y que siento yo ahora: “Una obra de Thomas Bernhard es como una camisa de fuerza que uno se pusiera voluntariamente”.
Esa imagen de la camisa de fuerza me parece exacta para describir la obsesión por la literatura y por su concreción en los libros. Los libros que rodean el interior de mi casa es una inmensa camisa de fuerza multicolor trenzada con los hilos y los pespuntes más potentes.
Siento una camisa de fuerza que me impide dejar de leer a Borges, a Cervantes. Que me impide abandonar la prosa de Pessoa, que me invalida como persona ajena a las letras, a la actividad literaria, sea cual sea el momento. Me siento un traicionero de la literatura cuando me entrego a otros artificios que poco me importan. Incluso cuando escribo, como ahora, lo hago abrigándome entre la tela blanca y mortecina, acaso un amanecer que me soba y manosea. Alguien me ve por la ventana con la camisa puesta alrededor del cuerpo y se queda extrañado. No tengo más que mirarlo con una sonrisa.

***

Del silencio el murmullo tácito,
la macilenta trama del olvido.
Del canto que recoges en tus manos,
la soleada muerte, la insostenible vida,
¿a qué pronuncias esta miserable
creación de los instintos?
Llegaste como un silbo hueco,
una luz apenas percibida.
No volveré jamás
sobre esta tierra.
Y sucumbió la tierra a tu denuncia.
Y recogiste los amaneceres.

martes, 9 de junio de 2009

Breve sombra.


Breve sombra soy:
vestigio inútil de los días,
simulacro latente, leve sonido,
acuífero lamento, porción de lo pasado,
insistente mirada, ciega retina,
tierra invisible que aspira a la tierra,
aire de gris enrabietado,
maníaca disputa,
sustento imaginario de las letras,
un sueño en otro sueño que camina
hacia la nada.



***

Extrañeza sin Márai. Comunión con el olvido.


***

Comencé a escribir con la música de Beethoven. Tengo guardada la imagen en una galería suntuosa y prístina de la memoria que aún posee todas las ilusas ensoñaciones de entonces. Todo lo que escribo y lo que pienso está necesariamente adherido a una música, una música que es la atmósfera preparada donde oxigeno, tramito y hacino los engranajes de mi actuación. No hay nada importante que haya ocurrido en mi vida que no haya surgido de la música, porque creo que de ella nacen los más sublimes pensamientos, los más infantes retales literarios.
Hoy escucho Las criaturas de Prometeo, una obra de juventud de Beethoven. Propone el genio alemán un destino distinto a Prometeo. Éste, apoyado en la confianza de los dioses olímpicos, comienza a crear sus criaturas con la ayuda de Pan y Apolo. Con la llama divina o el fuego divino crea a un hombre y a una mujer, pero solo los dota de vida, ni sentimientos, ni razonamientos. Les falta el Alma. Son criaturas memas, endebles de razón, manejadas por la realidad que los sobrepasa. Se llaman Euterpe y Anfión.


***
Prometeto decide destruirlas porque, sin Alma, no valen nada las criaturas. Sin embargo, antes de ejecutar esta destrucción, decide llevarlos ante Apolo para que los instruya en las Artes y las Ciencias. Y es aquí, con todo el idealismo romántico de Beethoven, cuando las criaturas comienzan a tomar conciencia de que tienen vida y de que son un hombre y una mujer. Euterpe es la musa de la música y Anfión ha quedado como el hermano gemelo de Zeto y ambos sirven de contrapartida. Anfión, en este caso, sostiene la afición a la Música y las Artes.
Ya termina el Adagio del segundo acto. Y me quedo removido en estas aguas mitológicas como un narciso que contempla su imagen difusa sobre las aguas onduladas.


***

Sin duda, la composición de Beethoven es de una modernidad exasperante. ¿Qué es el hombre moderno si no el resultado de una vida sin sustancia, sin alma? ¿Quiso Beethoven advertirnos, en plena ebullición romántica y revolucionaria, de los peligros futuros de la desustanciación? Pienso, sin duda, en la cantidad de jóvenes tal que esas euterpes y esos anfiones, desestimados por la falta de alma. Vivos, colmados de vida, pero sin el desarrollo de la sensibilidad a la que los sometío Apolo. ¿Cómo despertarles la conciencia de la vida si no a través de las Artes? ¡Qué paradoja, las artes, esas ficionales virtudes de la imaginación adiestrando los espíritus antiguos!


***

Como una criatura prometéica me debo a la música, en ella fui y en ella estoy siendo.

lunes, 8 de junio de 2009

Yo soy Legión.

In solis sis tibi turba locis, Tibulo IV , XIII, 12. [Sé tú mismo, multitud en soledad].
Son las primeras palabras que leo en el texto que le dedica Montaigne en sus Ensayos a "La Soledad". Precisamente, Montaigne se apartó de la muchedumbre aislándose en su castillo ya cercano a la vejez. Allí se dedicó a leer, escribir y pensar. Los techos de madera estaban cargados de citas clásicas, cincuenta y seis, creo recordar. Poseía una biblioteca envidiable para la época, nada común. Quiso retirarse para encontrar en un hombre los misterios del hombre. Y lo primero que hizo fue decir me busco a mí, yo soy el que busca. Y nació el sujeto moderno en la más absoluta soledad. Sé tú mismo, multitud en soledad… y pienso soñoliento en Márai, en la inmensa muchedumbre que lo habitaba en soledad.

***

La última página de los Diarios de Márai, 15 de enero de 1989: “Estoy esperando el llamamiento a filas; no me doy prisa, pero tampoco quiero aplazar nada por culpa de mis dudas. Ha llegado la hora.”.
Márai había escrito todo su Diario a máquina, pero esta última nota la escribe a mano. En la edición de Salamandra, se añade una carta que el propio Márai le envió a su editor, István Vörösvàry, en la que le dice lo siguiente: “Lo siento mucho, ya no puedo más. La debilidad no desaparece y, de seguir así, pronto tendrán que ingresarme. Quisiera evitarlo. Gracias por vuestra amistad. Cuidaos mucho. Os deseo todo lo mejor. Sándor Márai”.
El amigo húngaro dejó de escribir en su diario el 15 de enero, pero se suicidó de un disparo en la cabeza el 21 de febrero. Más de un mes más tarde de que escribiera su última nota, de que su cerebro arrojase el último pensamiento en negro sobre blanco.
¿Qué hizo Márai en esos días, qué pensó, adónde acudió, que recordó?
En cualquier caso, sus cenizas fondean sobre el mar junto a las de su mujer, L.. Eso me alegra y solivianta. Su cuerpo ya es agua, como el viento, ya tierra, como el fuego; ya es aire, tierra, fuego y agua.

***
Busco en los Ensayos, de Michel de Montaigne (1533-1592) algún resquicio filosófico por el que embarcar esta profunda soledad. Quien deja un libro deja a un hombre, podríamos decir parodiando a Whitman. Y tras la lectura de Márai he tenido la misma sensación que cuando concluí los diarios de Jules Renard: un vació inmenso, una plenitud literaria.
Últimamente he disfrutado con más ahínco con estos libros preclaros y sinceros que con algunas malas novelas del momento. Como ya dije, he llegado al punto de valorar por libros, nada de novelas, poemas, autores o cualesquiera clasificación al uso. Un libro, este libro, me hizo disfrutar como ninguno, por ejemplo: Diarios, de Renard, El Doctor Pasavento, de Vila-Matas, Las elegías del Duino, de Rilke, El libro del desasosiego, de Pessoa, Metafísica, de Aristóteles, Ser y Tiempo, de Heidegger, Cantos, de Leopardi, El Doctor Faustus, de Thomas Mann, etc. Y, por último, a quienes hablan de la modernidad como el paradigma de los posible, les recomiendo que lean a Montaigne. En sus Ensayos todo es posible y todo cabe. Las citas no son un invento moderno, Montaigne las usó como nadie.

domingo, 7 de junio de 2009

La transparencia de los cementerios.

Al acabar de leer el nombre de Père Lachaise, donde están enterrados Apollinaire, Proust, Balzac, Hugo o Wilde, recordé la última vez que estuve en París. Era diciembre de 2008 y alquilamos un apartamento en la Rue Mouffetard. Íbamos en compañía de dos magníficos amigos, M.José e Iván. El viaje fue el fruto de una tarde etílica en la que nos vimos, antes de tiempo, paseando por los bulevares, tomando cafés en Saint-Germain y contemplando la luz derretida y tamizada por el Jardín de Luxemburgo. Era una cita que teníamos pendiente, una coincidiencia forzada que debíamos alimentar con nuestra voluntad. Así ocurrió y ocurrió bien y en la memoria está con toda su melancolía.
En ese viaje teníamos claro que debíamos hacer nuestra peregrinación a dos cementerios, Montparnasse y Père Lachaise. En la tumba de Don Julio, Iván y yo decidimos que la mejor manera -o al menos una de las mejores formas- de brindar con aquel cronopio enfamado o fama encrocnopiado era beber un vaso de vino a su salud y fumar un cigarrillo al tiempo.
Pensábamos que el humo de nuestros gauloises penetraría hasta sus huesos y que en un fuero interno irracional, Cortázar se hubiera sentido a gusto con aquel gesto.
La tarde fue enracimando los recuerdos, las lecturas, con un frío atroz y desmedido que, ahora que lo pienso, es el frío que produce la razón de los sueños.

***
Nos trasladamos a Père Lachaise y allí vimos el infinito. En ese cementerio, la luz es oblicua por la gracia de la piedra. Y recorrimos sus callejuelas entre tumbas y restos. Estuvimos con Proust e Iván le juró terminar de leer su obra para que en el futuro encuentro, la conversación sobrepasara los límites de Swam. Noteboom dice que al estar frente a la tumba de Proust “es algo en verdad desconcertante. Una tumba, al tiempo que es un simulacro de presencia, señala, desde luego, la ausencia de una persona: Proust ya no está en ninguna parte, tampoco aquí. Y sin embargo, al vernos frente la concreta tumba negra y marmórea, albergamos la ilusión de que está presente, de que somos junto a él”.

***
Las últimas palabras del año de 1988 están dedicadas a L. A su cuerpo, a la nobleza de su piel, a la presencia y compañía que Márai sintió junto a él como una necesidad metafísica. Ya sólo queda una línea en el diario de Márai. Es curioso, pero la transparencia de la página deja notar la presencia de esa línea que es lo único que escribió en 1989. Y ahora sí está aquí el final, aunque no me atreva a pasar la página dedicada a L. Prefiero seguir pensando en la enseñanza de Márai sobre el amor, la soledad, el comportamiento humano. He aprendido mucho sobre el amor en las parejas con Márai, me digo con reticencias. He aprendido que la presencia inhabitada de la mujer que amamos es la encarnadura de la mujer que queremos. Y ella se apoltrona en nuestra existencia como una nube que esconde una luz, como una loma que resguarda los montículos de un campo. Márai muere cuando muere L. y lo hace aturdido por sus palabras, por la lentitud de su muerte. Recuerdo que al tenor Alfredo Kraus le sucedió algo parecido, perdió la voz para siempre cuando su mujer se la llevó a la tumba.
Vuelvo de nuevo a la transparencia de la página que sólo tiene escrita una fecha, 1989. Detrás de ella se reproducen unas líneas manuscritas, advierto. Y, a continuación, las últimas palabras de Márai. Aprieto las páginas y leo: 15 de enero. La trasnparenia, dios, la transparencia…
*La primera foto la tomé en Père Lachaise. La segunda muestra las cabezas de Iván Pérez Caro y el susodicho en la tumba de don Julio.

sábado, 6 de junio de 2009

En mi principio está mi fin.

Llueve sobre tu tumba
y los siglos permanecen intactos
sobre tu piedra
blanca,
sobre tu lecho
negro.


***

Una palabra.
Un diario es el pulso con la nada,
la creciente raíz de un epitafio
que en tu garganta brota limpio
como limpia es la muerte que te pare.
Una palabra.
Me has dicho en tu silencio una palabra,
y he reobado la luz de los objetos
para guardarla en mi memoria.
Sobre las piedras las palabras giran
como una danza de infinito,
como un enigma de los hombres.


***

¿Cómo sería la tumba de la litertura?

***

Esta mañana he comprado un libro maravilloso. Estoy realmente satisfecho de haberlo incorporado a esta biblioteca amenazante por la ocupación de su espacio. No había leído nada de Cees Nooteboom y con ello he saldado esa cuenta pendiente. Tumbas de poetas y pensadores es una recopilación de textos que escribió el autor neerlandés tras sus visitas a las tumbas de los poetas y pensadores más destacados e influyentes para él y su litertura. ¿Cuáles serían las vuestras?
En una introducción virtuosa, despoja los cometidos de la escritura alrededor de estos paseos. Escribir sobre seres que ya no están es un ejercicio paradójico. Pero las mismas tumbas son antiguas: contienen el universo de un hombre muerto, de un hombre que ya no está, pero que vive en sus letras, en sus pensamientos.
Dice Nooteboom que la función primordial cuando vamos a París, Ginebra o Colina en busca de una tumba es la de rememorar. En realidad, digo yo, una tumba es geometría literaria en el espacio y en el tiempo. En las pequeñas dimensiones de la piedra se contienen las ilimitadas parcelas que ocupamos en el espacio y las insospechadas amplitudes en el tiempo. Un poeta vive en la inmensidad del tiempo y ese tiempo nos sobrecoge y nos rebasa.
El libro está escrito con mucha inteligencia y con un estilo elegante, parecido a un paseo meditabundo por las lomas de los cementerios al atardecer. Ingeniosas referencias, experiencias propias, y una magnífica colección de fotografías realizadas por Simone Sassen, componen este libro, este mensaje lítico. Las tumbas de Apollinaire, Auden, Balzac, Baudelaire, W.Benjamin, Thomas Bernhard, Borges, Calvino, Canetti, Cortázar, A. Machado, Nabokov, Pound, Spinoza, Proust, Wolf, Yetas, entre otros muchos, son visitadas por C. Nooteboom. Ir de su mano, tras la sombra de sus pasos, escuchando sus palabras, pensando la de los otros, es un placer al que debiéramos acceder sin remiendos. Y entre tanto nos vamos al límite confuso de la vida y la muerte donde la palabra es luz, donde la palabra es sombra.

jueves, 4 de junio de 2009

Lux aeterna


Alguien sacó en la conversación el nombre de Ligeti y no pude más que acordarme de las solitarias noches de Márai. Esa música próxima a la disposición de un color puro sobre un soporte virgen me parece una exacta definición de las soterradas manías de la vida en la muerte del escritor húngaro.
¿Quién podría dibujar, mediante la imaginación, las cincuenta balas descansando sobre la mesa de noche de Márai, mientras éste las mira como se mira la belleza o se contempla el infinito?
Hojeo las páginas que me quedan por leer de su Diario y noto que hay muchísimas menos páginas en 1988 que en el resto. Suena una coda final. En 1989 sólo escribe una línea a principios de enero.
Mañana, este paseo de la mano de Márai, llegará a su fin. Llegará la muerte de este diario con el húngaro que lentamente supuró de la vida, que lentamente definió los abismos del absurdo.
Dice Márai: “No echo de menos nada ni a nadie”. Quizás la muerte es esa anulación en vida de la conciencia.

***

La muerte no constituye un problema, el hecho de morir, sí”, 28 de marzo de 1988, Sándor Márai. Un hombre muerto.

***
Lo dijo Pessoa y lo escribo sin recelo: no sé escribir por que no sé ser. Cuando llegan los días atolondrados de tareas inútiles y de trabajos inconfesos, uno deja de ser y, por lo tanto, deja de escribir. Y cuando vislumbro que vivo la vida de otro, una vida indeseable, se me viene a la cabeza aquellas páginas de Shopenhauer. Y me siento de repente en un cuadro de Magritte, ¿cómo sería la vida allí, en ese topos de lo indefinido?

***
Diga yo y siéntese.

***
Cada vez soy más observador, quiero decir, que escucho más a la gente. Y de la realidad que observo extraigo la literatura. Y de la literatura que escribo arrojo a mi mollera algún pensamiento deslavazado y triste, como un bostezo de la vida. No quiero que ninguna palabra interesante se me escape sin haberla pensado, sin haberla sometido al juicio impúdico de la razón, sin haberla acribillado hasta sus límites con todo tipo de interrogantes y desmanes. Hoy dijeron "estado, música, padres, réquiem, grabado, soledad, sorteo...". Y de ninguna pude librarme hasta haberlas calibrado. Luego resopla el olvido y el mundo comienza en ese bucle que lo protege. Sólo de palabras alimentamos lo cotidiano. En ellas vivimos.

martes, 2 de junio de 2009

Vida postpoética o del declive de la concepción literaria.

La literatura no produce más que asco en la vida de Márai. Estamos en los últimos meses de 1987, atravesando el otoño y el invierno en San Diego. Vive en soledad absoluta, sólo habla con su editor una vez a la semana. De vez en cuando, viene una señora a limpiar la casa. Tiene setenta años y su asombro es el símbolo de lo que le espera. Parece que ve la muerte en vida, le dice Márai.
Yo escribo todo esto en presente, porque ya soy un huésped en las habitaciones de Márai, en esas habitaciones amplias y repletas de verdad que son los diarios. Soy un insecto que recorre la celulosa de sus diarios en busca de una verdad, con la intención de robarle una de esas cincuenta balas que cuenta cada noche. La última nota hace refrencia al Iris, de Van Gogh; su subasta le parece excesiva. “La vida imita al arte", recupera en su memoria Márai, para concluir a continuación: “... a eso se le llama revolver la mierda”.

***
Ayer compré Postpoesía -Hacia un nuevo paradigma-, de Agustín Fernández Mallo por dos razones. La primera, para leer la poética que predican estos posmodernos. La segunda, para confirmar mis sospechas o para desmontarlas.
Creo que este libro encierra todos los libros de Fernández Mallo. Su poética es su mejor obra, porque si la literatura siempre debe estar en experimentación, como afirma el autor, este libro es una suerte de retal que aúna todas las pretensiones de estos porsmodernos. Que su resultado sea satisfactorio es otro cantar.
Por otra parte, mi segunda sospecha todavía no tiene una respuesta, ya que no he terminado de leer el libro, pero a medida que avanzo confirmo la falta de solidez teórica que sustenta estas páginas. Porque las teorías literarias son precisamente teorías. Y una teoría sin obras es una entelequia. No me basta las citas recurrentes a Deleuze, Vattimo, Derrida, Lyotard, entre otros. Autores, todos, que se citan como un rosario salvífico o como talismanes que nos aseguran la validez fisolosofal del saunto.
En ninguna de las páginas que he lído hasta el momento he quedado prendado, conmovido por alguna idea, alguna sugerencia, algún conato de originalidad. Y es eso precisamente lo que me está produciendo esta postpoesía, un sonido hueco, de ingenio que queda en nada, en vacuo mensaje de salvación al mundo de la poesía.
La tesis principal del libro se asienta en la idea de que en todas las artes se ha producido un cambio, llamado posmodernidad, excepto en la poesía. Este libro trata de reemplazar el paradigma inexistente, aunque falle en su cometido.
Son muhcos los matices con los que se puede matizar y afinar las afirmaciones vertidas en la obra de Fernández Mallo: la relación entre tradición y vanguardia, relación de las artes, influencia de las ciencias en la literatura, cánones estéticos, percepción del fenómeno (artefacto para él) literario. Una diversidad de asuntos que se despachan a la ligera, sin análisis exhaustivo de los vectores que los han atravesado desde la antigüedad. Porque Fernández Mallo soluciona con dos etiquetas lo que llama la poesía ortodoxa (clásica, aceptada en sociedad, deudora de tópicos antiguos, habitual en la métrica regular, etc.) y el sistema postpoético. Lo primero que hizo Nietzsche, al que cita de vez en cuando, fue releer a los griegos.
Me ha sorprendido un cuadro comparativo entre la poesía postpoética y la poesía ortodoxa (nota en línea: no entiendo el término poesía postpoética). Mientras que la poesía postpoética admite simbolismo explícito, símbolos y formas espaciales, imagen y forma, inclusión de la publicidad, el cosmos digital implícito o explícito, sigue el modelo de red o rizoma y defiende el pastiche, la ortodoxa es de tono heorica, rechaza el simbolismo explícito, defiende una lírica de la forma, sólo añora el poema puro... y para de anotar demasiados disparates.
No me gusta hacer este tipo de lecturas deslavazadas, pero el libro se me ha caído de las manos, como suele decirse: su intento de establecer un paradigma posmoderno falla estrepitosamente y lo peor de todo es que parece, a mi juicio, que ha leído poca poesía y menos teorías poéticas. Lo mejor del libro es la portada, sale un jugador del Cádiz C.F, eso sí que es posmoderno.

lunes, 1 de junio de 2009

El poeta es un herrero y un alquimista.

Me doy cuenta de que el texto anterior giró en torno a la materia y a sus consecuencias formales. Eso me conduce a un libro de Mircea Eliade que siempre me ha causado un agrado muy especial. Herreros y alquimistas es un libro que abro de vez en cuando, cada vez que merodeo por las baldas en los que descansa, quién sabe si fabricando esa materia desustanciada del tiempo, rayana en la transmutación de la materia y, por lo tanto, en el encuentro de el elixir de la vida. Esos forjadores, alquimistas, herreros me parecen personajes que encierran símbolos fascinantes y muy vinculados con la creación a través de la palabra, porque la palabra es forma y materia y aúna las dos ambiciones descritas.
En unas líneas de la introducción dice el maestro Eliade que la pasión primordial que movía a estos metalúrgicos era la capacidad para sustituir al tiempo, “su trabajo va remplazando la obra del tiempo”.
Al terminar de releer el prólogo he proyectado la imagen del poeta que busca con su trabajo sustituir la obra del Tiempo; palabra en el tiempo, según sentencia del tiempo, somos el tiempo que nos queda. Y la obra literaria que está por encima de posmodernidades y pospoéticas no es aquella que da respuestas en su tiempo, sino en el Tiempo. No es aquella que incorpora las nuevas tecnologías y que se configura de retales y otros lenguajes u otras disciplinas, sino aquella que hace uso adecuado de ellas para intentar, al menos, sustituir al tiempo.
A lo posmodernos se les fue la evidencia que tenían ante sus ojos, porque lo evidente es lo más claro y lo que más nos cuesta entender.

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Los mineros y alquimistas trabajaban con una materia que consideraban a la vez sagrada y profana. Reivindicaban una especie de experiencia religiosa para conseguir la transmutación de la materia, para alcanzar la perfección de la materia. Y proyecto entonces la imagen del poeta alquimista que transforma la materia, la lengua, e intenta perfeccionarla. ¿No fue Juan Ramón Jiménez un alquimista, un herrero, un forjador antiguo de la poesía?

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Incluida la experiencia mágico-religiosa, la alquimia se realizaba en laboratorios y los fines científicos eran igualmente exigidos. ¿Desde cuándo, entonces, la unión de la materia y el espíritu? ¿Por qué desvincularlos?

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La muerte acaba de apoderarse de las entrañas de Márai, que lento muere, se me ocurre decirle, que lento mueres, Márai, le digo. Todas las mañanas, al levantarse dice que siente el regusto de la muerte en la boca y que eso le parece un aperitivo en crudo. Cree, con todo, a finales de abril, que irse en paz sería lo mejor. Y me detengo en una entrada a principios de mayo: “Hace año y medio que no escribo nada”. Meses más tarde, compara la escritura del diario como la espera de un preso de la pena de muerte, pero con una diferencia: la escritura son los arañazos en la pared de ese preso.
Después de este derrumbe físico y psíquico, seguir leyendo estos diarios demoledores y repletos de hastío son como una materia transmutada, como una sustancia alquímica que me recorre por los siglos y los años anulando el tiempo.