miércoles, 4 de febrero de 2009

Jardinero de la revolución.

Me han divertido mucho dos pasajes del libro sobre la vida de Azaña. El primero detalla las tribulaciones del joven Manuel entre los frailes de El Escorial. Después de un paso mediocre por el antiguo bachillerato, como lo atestigua el aprobado en el examen que realizó en el Instituto del Cardenal Cisneros, su abuela, Concepción, le expetó lo siguiente: “Tú vas a ir con los frailucos, nieto”. Una vez instalado con los agustinos, las asignaturas que tuvo que cursar en el preparatorio a las facultades de Filosofía y Derecho son las siguientes: “Metafísica, Literatura General y Española e Historia Crítica de España”. Tengo para mí que estas asignaturas marcaron, a la postre, la personalidad del político, el escritor y el metafísico.
Uno de los profesores, autor de una voluminosa Historia de la Literatura, Francisco Blanco García, impartía dos de las asignaturas, Literatura e Historia. Un religioso que, como cita Juliá, consideraba a Pereda “príncipe de los novelistas españoles contemporáneos” y a La Regenta “monstruoso feto, verdadera pelota de escarabajo, amasada sin arte alguno con el cieno de inverosímiles concupiscencias”. Lo cierto es que este fraile no dejó indiferente al joven Azaña, como tampoco Azaña pasó inadvertido para el fraile quien, en un alarde de apadrinamiento intelectual, comenzó a recomendar al joven lecturas, títulos, nombres.
Este personaje quedará retratado en una novela que Juliá califica de “folletón”, pero que en mi juicio está tremendamente bien escrita. El jardín de los frailes es un sucedáneo de libro de memorias o novela autobiográfica que recoge, mal que bien, estos años iniciáticos de aprendizajes varios y lecturas cientas.
El segundo pasaje es un episodio irisorio, pero de tremenda tragicidad (hay términos que no existen en el diccionario, pero que debieran: tragicidad, epicidad,…). Pegamos un salto en la vida del personaje de marras, a aquellos años convulsos de 1930 en que se produce la insurrección , “el asalto a la monarquía”.
Finales de los años 30. Los militares a la calle y los obreros en huelga era el panorama que se proyectó para el 15 de diciembre. Azaña compró entradas para la representación de Boris Godunov en el Teatro Calderón. En uno de los entreactos se le acercó Pedro Rico, delegado de Madrid en la junta de Alianza, para decirle que la orden de detención de los miembros del comité revolucionario y firmantes del manifiesto llamando a la revolución ya había sido cursada y que la policía andaba buscándolo. Azaña no tuvo más remedio que desaparecer, huir del teatro. La única manera que tuvo fue a través del foso y por una puerta trasera. Por la noche se hospedó en casa de Martín Luis Guzmán; luego a la casa de Sindulfo; después a un hotelito cercano al hipódromo y, por último, a casa de su suegro en la calle Columela, donde se sabía protegido.
La respuesta de Azaña, movido quizás por su añoranza escolar y por sus afanes literario, fue encerrarse a escribir. Comenzó un proyecto literario, una novela, que se iba a titular Fresdeval, pero la política se lo robo a la literatura, no sé si en un favor o en una desgracia, pero al final la asignatura de Historia lo engulló hasta despojarlo de Metafísica y de Literaturas. Un jardinero de la revolución, Azaña.

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