jueves, 28 de febrero de 2008

LA VOLUNTAD DEL OLVIDO

CUANDO uno lee literatura de otra época, de siglos pasados, parte de la convicción de que todas las interpretaciones posibles están fijadas. Incluso hay quienes, sin leer las obras, tienen la osadía de opinar sobre un libro en cuestión ya que conocen prolijamente “el contexto histórico”, “las características de la generación” (siempre hay una generación), “las peculiaridades de la obra del autor de marras”, etc. Nada más lejos de la realidad.
El otro día escuché a Jesús García Sánchez reivindicando la obra de Gabriel Miró. Habló de El obispo leproso (1926) y de Las cerezas del cementerio (1910). Argumentó su discurso refiriéndose, entre otras cosas, a la calidad de la escritura de Miró: el uso del adjetivo, la capacidad de recrear sensaciones, crear atmósferas, etc. ¡Toda una apología mironiana! Cuando todo terminó, salté como un animal de campo sobre la biblioteca a fin de olisquear por las páginas de Miró. Sin embargo, en mi búsqueda se cruzó un libro al que quiero referirme, La voluntad (1902).
Efectivamente, La voluntad (1902) es de José Martínez Ruiz, “Azorín”. La obra se cruzó en el cementerio porque los libros no caben ya en la biblioteca y tengo que ponerlos uno encima de otro. De esta forma, Azorín estaba situado justo encima de los libros de Miró. Abandoné mi cita con el obispo que comía cerezas en un cementerio y me tiré por el tobogán de la voluntad. ¡Nada más grato y gozoso!
De inmediato, me invadieron esas aureolas filológicas que sobrecogen a los lectores del ramo: “generación del 98, el grupo de los tres, novela que inicia junto a Valle, Baroja y Unamuno la nueva narrativa…”, pero supe abandonarlas a tiempo. Comencé la lectura de Azorín solo movido por mi voluntad.
En pocas novelas he aprendido el uso de la adjetivación tal y como se da en ésta; la justedad de párrafos y la puntuación es todo un manual de estilo; todo lo referente al sintagma nominal, pongo por caso, puede solucionarse con esta obra que consiente el análisis más exhaustivo desde la lengua (con permiso de Jakobson y los estructuralistas); las reflexiones de Yuste, Justina o Antonio Azorín valen por un monográfico crítico sobre los “regeneracionistas”; en ella se vuelcan todas las preocupaciones profundas que inquietaban a los intelectuales del momento; aparecen Shopenhauer, Lamarck, Darwin, Baroja o Clarín, etc. Muchos de sus pasajes serían firmados por autores modernos, me imagno a Vila-Matas subrayando el siguiente pasaje de la obra de Azorín: "Cuando yo muevo mi pluma para escribir una página, ¿puedo asegurar que esa página es mía y no de las generaciones y generaciones que han inventado el alfabeto, la gramática, la retórica, la dialéctica?[...]¡Admitir la propiedad como creación personal...!".
En definitiva, un hallazgo tardío pero sorprendente que confirma que sus páginas nos pertenecen ahora a nosotros; una perla olvidada que necesita el brillo, junto a Miró, de los lectores de la buena prosa que ha dado las letras hispánicas.

domingo, 24 de febrero de 2008

DEL ARTE DE LA EDICIÓN: CLÁSICOS NUEVOS

El año 2007 no quiso despedirse de nosotros (digo los lectores) sin regalarnos una última golosina: una magnífica edición de La Lozana Andaluza.
El Centro para la Edición de los Clásicos Españoles, dirigido por Fransico Rico, junto a la editorial Galaxia Gutenberg/Círculo de Lectores y con la ayuda de la Sociedad Estatal de Conmemoraciones Culturales, está desarrollando un trabajo filológico de dimensiones ciclópeas. Con él, muchos de los textos de la Editorial Crítica -ya inmejorables para la filología- están siendo revisados y actualizados. De esta forma, podemos disfrutar de una edición renovada del Cantar de Mio Cid (Alberto Montaner) que establece novedades en la lectura del texto gracias a los últimos avances tecnológicos y que pone, además, en su lugar las posturas de Ian Michael, Menéndez Pidal o Colin Smith; una exquisita antología de la poesía de fray Luis de León, Poesía, (Antonio Ramajo Caño); lo propio ocurre con Fernández de Andrada y su Epístola Moral a Fabio y otros escritos, que tiene la suerte de ser editado por Dámaso Alonso y de contar con una elogiosa introducción al alimón de Juan F. Alcina y Francisco Rico; El Conde Lucanor, editado por Guillermo Serés, también se ve actualizado en un exquisito trabajo de erudición y mimo textual; incluso un texto como La Dama Duende, de Pedro Calderón de la Barca se nos antoja apetitoso y dulcificado gracias al trabajo de Fausta Antonucci; José María de Pereda, con todos los prejuicios críticos que ha sufrido, se muestra fresco y serrano (hasta donde puede ser fresco Pereda) en Peñas arriba, bajo la tutela filológica de Laureano Bonet; y, por último, una edición de las Leyendas, de Gustavo Adolfo Bécquer, editadas por Joan Estruch, y que posee un elocuente estudio preliminar (por cierto, de los últimos que hizo) de Russel P. Sebold.
La Lozana Andaluza se ha editado siguiendo los cánones actuales de la filología moderna y del propio Centro: variantes, recensio, aparatos de notas, lectio difficilior, collatio, grafías, etc. Los encargados de tal tarea han sido Jacques Joset y Folke Gernert. En la introducción puede uno deleitarse con estudios acerca de la vida de Delicado, del recorrido que hace el impreso desde la imprenta hasta su publicación, el espacio literario que adquirió el libro, la disputa sobre los aspectos realistas de la obra, los elementos metaficcionales de la misma y el olvido, injusto, que sufrió hasta el siglo XIX. Un lujo para navegantes en estos tiempos de descrédito de los clásicos y un ejemplo de trabajo filológico que se suma a la biblioteca que todo filólogo debiera poseer por su rigor y seriedad en el establecimiento de los textos.
Debo decir que uno de los escritores que han defendido siempre la modernidad y el logro literario de sus páginas ha sido Juan Goytisolo. Gracias a sus indicaciones pude leer la Lozana Andaluza, y releer El Libro de buen amor y La Celestina con ojos nuevos, tal y como se hace en las ediciones reseñadas.

sábado, 23 de febrero de 2008

VERTEDEROS DE LA MEMORIA

PONGAMOS por caso que alguien quiere comprarse una casa o un piso en Sanlúcar porque busca de la ciudad su luz, su clima, su gastronomía. El caso de quienes esperan encontrarse con una ciudad construida sobre su memoria; acicalada con todos los vestigios que la Historia ha querido dejarle; aromatizada por el jugo de la uva en septiembre y, por supuesto, empapada en el salitre de una buena copa de manzanilla. El caso de quienes disfrutan paseando por la plaza de abastos con la intención de vislumbrar en el mercadeo la fórmula de su infancia; o dejar correr el viento por la Plaza del Cabildo imaginando la travesía de los navegadores colombinos al silbo primitivo de las lenguas indígenas.
El caso de quienes pretenden ser en una ciudad ajena y encontrar un ángulo adecuado para observarla detenidamente como a una presa: para luego volcar en ella la extrañeza de sentirse cómodos en una tierra que fue de paso continuo y que debiera conservar la albariza de la memoria.
Sin embargo, la situación se aleja de estos propósitos. Hemos de admitirlo -y no por ello seguir permitiéndolo-, a Sanlúcar la han desfigurado, han tratado de asimilarla al resto de ciudades de la comarca con el único propósito de “modernizarla”. La modernidad en Sanlúcar es el vertedero de aguas residuales que se expone al final de la Calzada de la Infanta y que resuelve el problema que les relato. Un vertedero que bien vale una metáfora, la de evidenciar en nuestras narices cómo lo que circula bajo la apariencia es puro excremento y pudrición.
Ha perdido la luz que le provocaba el rostro y que la hacía alzarse de entre las ciudades de la costa. Sanlúcar ha ido dejando atrás el estado virginal y mítico de las tierras marítimas, de las que jamás pueden tener una posición fija e inmaculada. Pero la ignorancia y la política -que es la forma pública que tenemos de pagar la ignorancia- han desvencijado todo lo que fue siempre.
Los que nos hemos marchado por razones múltiples, hemos constatado desde la distancia la pérdida de muchas singularidades que hacían de la ciudad un digno merecedor del retorno. Eso ha cambiado tanto que, ahora que compruebo que algunos quieren ir a la tierra de mi infancia, no puedo más que pensar en lo que había por entonces: un espacio digno para los días, y lo que hay ahora, un espacio sin días, sin dignidad.
En esa lucha de la memoria por establecer la imagen última de los recuerdos habitan el olvido y todos sus tentáculos; ahora los únicos tentáculos que me unen son los personales. En esa búsqueda resulta que el desencanto va tomando cuerpo a medida que constata que las señas de identidad han ido diluyéndose por el desagüe y ya la identidad no es nada, y con eso yo no soy el que fui.
(Vista panorámica de la ciudad, Sanlúcar de Barrameda)

lunes, 18 de febrero de 2008

PENSAMIENTO SALVAJE

Voy a utilizar las palabras que a continuación transcribo como bálsamo ante tanta desmesura dialogal en estos “prototiempos” electorales en que cada uno muestra sus inclinaciones ideológicas sin tomar en cuenta la posición del otro y su validez. Como mi asombro ante tanta inverosimilitud es continuo, no puedo más que decir con Lèvis-Strauss: “La actitud más antigua, y que descansa sin duda sobre fundamentos psicológicos sólidos en vista de que tiende a reaparecer en cada uno de nosotros cuando nos hallamos en una situación inesperada, consiste en repudiar pura y simplemente las formas culturales –morales, religiosas, sociales, estéticas- que están más alejadas de aquellas con las que nos identificamos. ‘Costumbres de salvajes’, ‘eso no es cosa nuestra’, ‘no debiera permitirse eso…’, etc., y otras tantas reacciones groseras que traducen este mismo estremecimiento, esta misma repulsión en presencia de maneras de vivir, de creer o de pensar que nos son ajenas. Así la Antigüedad confundía todo lo que no participaba de la cultura griega bajo el mismo nombre de ‘bárbaro’; la civilización occidental utilizó después el término ‘salvaje’. […] En los casos evoca un género de vida animal, por oposición a la cultura humana. En los dos casos no se quiere admitir el hecho de la diversidad cultural; se prefiere arrojar fuera de la cultura, a la naturaleza, todo aquello que no se conforma a la norma bajo la cual se vive”.

Claude Lèvi-Stauss, “Raza e historia”, Antropología estructural dos, Méjico, Siglo XXI, 1979.

sábado, 16 de febrero de 2008

PARÍS, JULIEN GREEN

"Muchas veces he soñado con escribir sobre París un libro que fuese como un largo paseo sin objetivo, uno de esos paseos en los que uno no encuentra nada de lo que busca, sino un buen número de cosas que no buscaba. De hecho, sólo de esta forma me siento capaz de abordar un tema que me desalienta y me atrae por igual. En efecto, la ciudad sonríe sólo a quienes se le arriman y curiosean por sus calles. A ellos les habla en un lenguaje tranquilizador y familiar. Sin embargo, el alma de París sólo se revela a distancia y desde lo alto, pues es en el silencio del cielo donde puede oírse el gran grito patético de orgullo y de fe que eleva hacia las nubes".
París, Julien Green, Valencia, Pre-textos, 2005. Traducción de Tomás Fernández Aúz y Beatriz Eguibar.

jueves, 14 de febrero de 2008

SALA DE ESPERA

CUANDO llegué a la sala de espera del dentista y comprobé que era un televisor lo que servía de distracción a los que allí esperábamos el veredicto de las muelas y las encías, no tuve más que sentarme cabizbajo y entristecido. Hasta hace poco, ir al médico tenía un componente épico que se sustentaba en la sala de espera. En esa sala, podías encontrarte con personas de las que no tenías noticias desde hacía mucho tiempo, antiguos compañeros del colegio ahora convertidos en padres de familia, ex novias bien situadas, maestros ya jubilados, etc. Lo cierto es que nunca sabías si tu madre te iba a presentar a una desconocida para ti de tu familia o si, en definitiva, te reencontrarías con el pasado personificado en una de las figuras de tu memoria.
Recuerdo a mi madre y a mi abuela impresionadas por la cantidad de títulos que poseía el médico. Éste los mostraba en aquel habitáculo como los trofeos de su carrera profesional. Todos enmarcados, los títulos rezaban con el nombre que se leía como un rosario y casi de memoria. Si por entonces acudías de continuo al mismo doctor, incluso se memorizaban los títulos y los cuadros, el mismo lugar que ocupaba en la orla de licenciatura (arcaicos, copias, anacrónicos); paisajes que bailaban al son del silencio que era perpetuo. El silencio en las salas de espera era melodioso y húmedo, casi vegetativo y transpirable. Así que con los títulos, el silencio y las sorpresas personales, la estancia en la sala de espera terminaba, no siempre, en una aventura digna del recuerdo.
Sin embargo, lo que me arroja la memoria con más potencia y como una daga mortecina, es la cantidad de revistas que se amontonaba en la mesa central. Esas revistas eran una experiencia inolvidable: viajes, lecturas, sociedad, ciencia, etc. Con el paso del tiempo, las revistas fueron sustituidas por la prensa intolerable del corazón, al punto que ese es el reducto de lo que fue. En más de una ocasión, se hojeaba una revista con las ansias de volverlo a hacer en el futuro. Y así ocurría. Se mantenían las misma revistas durante mucho tiempo, el necesario para que cada paciente la pudiera leer, al menos, un par de veces.
En efecto, cuando llegué a la sala de espera del dentista y no pude paladear su silencio con musgo, ni leer ninguna revista, ni volver a encontrarme con el pasado en el rictus de un conocido y, por el contrario, la televisión hipnotizaba la mirada de los que allí esperaban, las voces en alto se diluían entre ruidos y timbres, me escapé como pude y anduve por las calles de la ciudad en busca de la segregación tardía de la felicidad que es de otro tiempo.

sábado, 9 de febrero de 2008

TRES AÑOS DE UN YO

No me reconozco en ninguno de los artículos que he escrito para este trópico. Empecé la andadura hace ya tres años, pero la sensación de inmovilidad en las palabras y de absoluta desconfianza hacía mí mismo me llevan a decir que este trópico, realmente, empieza ahora.
Después de este tiempo escribiendo no he sacado nada en claro excepto que la claridad viene del cielo y que la ebriedad es un don que no poseo. Eso es todo y es mucho, porque hay quienes dicen encontrar su tono y sus temas a medida que escriben. A mí me pasa todo lo contrario, tenía fe en algunos temas que a la postre ni siquiera me importan. Y el llamado tono es un silbo inescrutable para mis oídos.
Los asuntos son otros porque yo mismo fui otro, y en ese espacio que recorremos entre yo y yo es por donde repta nuestro pensamiento, por el sucedáneo discurrir de las dudas. Cuándo dejé de ser yo mismo es una pregunta mal planteada que consiente el revés, ¿cuándo fui yo?, ¿Acaso fui yo por un tiempo? En un puñado de palabras se perfila el ámbito de este espacio; en un puñado de palabras, por lo tanto, me disperso yo mismo en lo que supuse ser. No busqué nada, ni pretendo nada ahora, sólo escribir como animal humano que soy, leer y escribir para que mi pensamiento se vea atendido y no desfallezca mientras muero a diario. ¿Cómo decir que me encuentro a mí mismo, si ni siquiera sé lo que busco ni lo que soy?
Los asuntos son otros y se confunden porque yo mismo soy otro y confuso. “Nunca he buscado vivir mi vida/ mi vida se ha ido sin quererlo yo o no quererlo./Sólo he querido ver como si no tuviera alma/ sólo he querido ver como si fueran extraños los ojos con los que nací. Como estos “Poemas Inconjuntos” de Alberto Caeiro, siento que para ver lo que ocurre fuera de los límites del trópico debo utilizar otros ojos, otra mirada que no me incluya ni sume mis palabras. Cada mañana, cuando voy en el tren que me lleva al trabajo, se me ocurre que el destino será distinto, el verdadero, que alguna certeza que no atisbé me llevará a otros derroteros y que al fin podré observarme desde la distancia. Eso todavía no ha ocurrido, aunque con la lectura y la escritura ocurre siempre. Pretendo hacer de mí otra voz que me recupere y me levante del suelo a lengüetazos.
Esta mañana corté una naranja por la mitad y resultaron dos partes desiguales: una cáscara, una sustancia, la acidez de los días. Qué más esperar de esta metamorfosis, me alegré de ver con los ojos y no con las páginas que había leído, aunque ahora lo escriba y convierta la naranja en página, en mitad, en cáscara, en nada de nuevo.
(Ilustración, "Dalí Dalí")

miércoles, 6 de febrero de 2008

PALABRAS DISECADAS

Tal es la fuerza de la poesía, que a medida que uno lee versos, se da cuenta de que los poetas consiguen arrancar todo el jugo semántico y sintáctico de las palabras que seleccionan. Las trastocan y eternizan en el ritmo del verso, en el lugar sintáctico que fue escogido. Valgan como ejemplos espontáneos estos que siguen, no están muertas, simplemente disecadas, es decir, con apariencia de viveza a pesar de que no volveremos a usarlas con la misma liviandad de entonces:
“Consuetudinario”, "olmo”, “patio”, “bueno”, con Machado; “Animal”, “Espacio”, “poesía”, con Juan Ramón Jiménez; “desesperado”, “canto general”, “estravagario”, “residencia” con Neruda; “jueves”, “puma”, “trilce”, con Vallejo; “Umbrío”, “estercolas”, con Miguel Hernández; “Enhiesto” con Gerardo Diego; “mundanal ruido, descansada vida, el aire se serena” con fray Luis; “competir”, “errante”, con Góngora; “constante”, “ah, de la vida”, con Quevedo; “ansias”, “inflamada”, “noche oscura”, “cántico”, con Juan de la Cruz; “Romancero”, “Nueva York”, “verde”, con García Lorca; “underwood”, “voz”, “tú”, con Pedro Salinas; “mar”, “paloma”, “cal y canto”, con Alberti; “probó”, “ingenio”, con Lope de Vega”; etcétera.
El corpus es mucho más amplio e incluso consiente una clasificación personal en que cada lector selecciona un vocablo distinto de cada poeta. Un adjetivo, un sustantivo, un giro sintáctico con música estremada.
De todas formas, disecan las palabras al darle una vida insólita, dejándolas sin posibilidad de nueva aparición. Preparan las palabras muertas para que conserven la apariencia de la vida. Sólo un nuevo poeta es capaz de resucitarlas, y matarlas al momento con ello. La palabra poética es renovación y muerte, abismo y límite, inspección de la nada.

lunes, 4 de febrero de 2008

DOBLE FILO

Perdí la juventud como las ondas
concéntricas se pierden en la cara del agua
cuando cae una piedra.
Es cierto:
la he perdido.

Retornan vagamente
las secuencias que entonces eran ya conjeturas
de recuerdos: ese trasiego
obstinado de sitios, emociones,
cuerpos, arboladuras, libros,
que intempestivamente
van cayendo y cayendo
hacia el fondo implacable de unos días
que avalan de continuo su extinción.
No los veo caer: sólo los oigo.
Ya el tiempo acecha
como una errata al borde de una página en blanco.
(DIARIO DE ARGÓNIDA, 1997, J.M. CABALERO BONALD )

domingo, 3 de febrero de 2008

OJO QUE TOCA, MANO QUE HUELE

VENGO PENSANDO en la relación de las artes con los sentidos, con la capacidad sensorial de los hombres. No en la estimulación que deviene una vez que apresamos la obra con los ojos, la boca, las orejas o las manos; sino en la creación misma, en la vinculación que existe entre el medio material y el resultado artístico.
Comprendo que las artes están supeditadas a un solo sentido, lo intensifica y desmesura, aunque recurran a factores secundarios. La música al oído (el genio, Beethoven, desmonta mis palabras), la pintura a la vista, la escultura a las manos (y a la vista, en gran medida), ¿y la literatura? Se puede escribir pese a la ceguera (el argentino, toca ahora), a pesar de la mudez, de la falta de audición, de extremidades, etc. ¿Cuál es la relación entre la literatura y los sentidos, la realidad sensorial para macerarla y crearla? ¿La música y la literatura poseen la misma sustancia que las vertebra? ¿Necesitan asideros la escritura y la música, más la palabra que el sonido? ¿En qué ámbito crearon Beethoven y Borges?¿Se encuentra la genialidad adyacente al trazo que sugirieron Ludwig y Jorge Luis, es decir, allí por donde no hay salvación alguna, respuesta posible, vuelta atrás existente, donde la profundidad del yo lo abriga todo y nada es ya necesario?