martes, 7 de agosto de 2007

ELEGÍAS DEL DUINO

En mi temporada en Italia, concretamente durante los días de estancia en Venecia, tuve la tentación de desplazarme en tren hasta el Castillo del Duino para comprobar cómo es el sitio en que Rilke compuso la mayoría de las Elegías. Estoy tan desconcertado tras la lectura de este libro que me permito declararme rilkeano, al menos, de vocación. En pocas situaciones como lector he presentido que me rodeaba el fulgor de un poeta, la presencia de una voz tremendamente limpia y única. No es de extrañar que Rilke, en una de las Cartas a un joven poeta, dijera lo siguiente: “Una obra de arte es buena cuando brota de la necesidad. En esa índole de su origen está su juicio: no hay otro. Por eso, mi distinguido amigo, no sabría darle más consejo que éste: entrar en sí mismo y examinar las profundidades de que brota su vida; en ese manantial encontrará usted la respuesta a la pregunta de si debe crear. Tómela como suene, sin interpretaciones. Quizá se haga evidente que usted está llamado a ser artista. Entonces, acepte sobre sí ese destino, y sopórtelo, con su carga y su grandeza, sin preguntar por la recompensa que pudiera venir de fuera. Pues el creador debe ser un mundo para sí mismo, y encontrarlo todo en sí y en la naturaleza a que se ha adherido”.
La edición que he manejado ha sido la realizada por Otto Dörr en la editorial Visor. Las traducciones de Rilke se cuentan numerosas y entre ellas están las de varios especialistas como José María Valverde o el propio Torrente Ballester. Sin embargo, tras examinar cada una de las ediciones ( saben de mi bibliofilia patológica) me decanté por la de marras, ya que añadía una serie de comentarios a manera de glosas que no tienen desperdicio, antes al contrario, algunas son de una finura exquisita y complementaria a la lectura directa de la edición bilingüe.
Las referencias a Heidegger, Eliade, la escultura griega, los mitos greco-latinos, Heráclito, la Biblia, Dante, Goethe y demás condimentos culturales están trabajados con tanta sutileza y de forma tan prodigiosa que la experiencia es abrumadora. A todo esto se suma la propuesta estética de un poeta moderno, que principia la escritura como una soga que busca su propio ritmo, alejado de las cuadraturas rítmicas de la tradición hispánica y ,en definitiva, proponiendo tras mucho trabajo y reflexión una poesía que supera el anterior libro, El libro de las horas, y buena parte de la poesía contemporánea de mediocridad rayana en el estiércol.
Se incluye en la edición ciertas poesías sueltas, no por ello eximidas de la calidad precedente; los Réquiem y los tres poemas fundamentales: Una canción de amor, A la música y La muerte, cierran este descenso al latir de un creador vivo en cuyas aguas habría que estar remojado siempre.

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